Hará unos 50 años empezó a estudiarse la forma como la gente interactúa con los sistemas de cómputo. La disciplina se llamaba interfaz hombre-máquina (MMI, por sus siglas en inglés). Obviamente, hubo que cambiarle el nombre, y la denominaron interacción humano-computadora (HCI). A principios del siglo, se convirtió en experiencia del usuario y hoy se ofrecen títulos de posgrado en la materia, no solamente para usuarios de sistemas digitales, sino también para usuarios de sistemas físicos.
Muchas empresas cuentan con equipos dedicados a diseñar, poner en funcionamiento mecanismos y monitorear constantemente la experiencia del cliente. En algunos casos, la experiencia es el mismo servicio que se vende; sin embargo, la experiencia se vive al adquirir los productos y servicios, y se revive al consumirlos. En un ambiente competitivo, la calidad de la experiencia suele determinar si el cliente regresa o no.
Recientemente, las empresas más avezadas comenzaron a preocuparse por la experiencia de los colaboradores, utilizando las mismas herramientas y técnicas, lo cual indudablemente mejora la productividad y reduce la rotación.
A nadie le gusta la fricción en las relaciones, por ende, la digitalización de la interacción se presenta como una oportunidad para eliminar una gran parte de las discrepancias, pero también crea el ambiente propicio para la confusión, la incertidumbre y el rechazo. Así como a nadie le gusta tener que desplazarse largas distancias y esperar en filas eternas para realizar un trámite o una compra, para ninguno es agradable trabajar con un sistema difícil de usar o que lo haga a uno sentirse inútil.
Producir sistemas amistosos con el usuario es un objetivo no alcanzado durante, cuando menos, 40 años, porque no es lo mismo que el uso del sistema sea fácil de aprender a que sea fácil de usar para el usuario experto. También, porque todos los usuarios somos diferentes, pero el sistema es uno solo.
La habilidad del sistema de adaptarse al usuario sigue siendo un poco elusiva, pero parece ser la dirección correcta (es como darle a un sistema la habilidad de decirle a cada uno lo que quiere oír, y que se lo diga de la manera que más le agrada).
Ahora bien, construir sistemas y procesos centrados en el usuario (cliente o colaborador) requiere mucha información. Hace 50 años, para medir experiencias, creencias y preferencias, se recurría a las encuestas. En aquella época, ser entrevistado era una novedad, la gente contestaba de buena gana, el porcentaje de quienes no respondían era muy bajo y la información, así recabada, era de alta calidad, aunque cara.
Hoy todos hemos sido entrevistados muchas veces, casi siempre por teléfono, lo cual produce un porcentaje de respuestas cada vez más bajo y un serio deterioro en la calidad de la información debido al sesgo introducido por la diferencia entre quienes contestan y los que no. Antes era posible seleccionar muestras relativamente pequeñas y reemplazar a quienes no contestaban por otros seleccionados también al azar.
Los métodos actuales de recabar información son mucho más baratos —ya casi nunca las entrevistas son cara a cara— y se suele enviar por correo una enorme cantidad de formularios o hacer una enorme cantidad de llamadas, y, luego, sencillamente se tabulan los resultados de los que responden, que, si bien son un porcentaje mayor de la población, no fueron seleccionados al azar.
Para complicar más la situación, en ocasiones, es muy difícil estimar el sesgo introducido por la falta de aleatoriedad de la selección de la muestra. Por ejemplo, ¿cómo se diferencian las opiniones de quienes contestan de los que no contestan las encuestas de opinión?
Desde que existe la investigación de mercados se utilizan otras herramientas, como los «focus groups», también muy caros y carecen de la precisión necesaria para hacer inferencia estadística, pero son útiles para brindar una idea de por dónde viene la procesión.
El mundo digital nos ofrece nuevas y poderosas herramientas para medir la experiencia del usuario. La medición es el primer paso para mejorarla. Experiencias sin fricción que producen sensaciones agradables son muchas veces más importantes para la retención del cliente que el mismo producto o servicio, cuya venta generó la experiencia.
Hay muy pocos usuarios de sistemas automatizados capaces de eliminar las boronas digitales que vamos dejando a diestra y siniestra. Esas boronas («analytics») incluyen la manera como navegamos (en qué orden visitamos, cuánto tiempo en cada página, etc.), el tiempo dedicado a llenar un cuestionario, la periodicidad con que regresamos. Existe una cantidad enorme de datos susceptibles de análisis, sin preguntar directamente al cliente y proveedores de una muy buena idea de cómo es la experiencia de cada uno.
Dependiendo de las leyes de protección de datos de cada país y de las preguntas que debió contestar el usuario antes de utilizar el sistema, los datos podrán ser utilizados solo de manera agregada o para, literalmente, personalizar la experiencia.
Adicionalmente, se dispone de la enorme fuente de datos publicados voluntariamente por usuarios en sus redes sociales. Quienes nos negamos a suscribirnos a las redes somos una minoría exponencialmente en decrecimiento, de manera que la información disponible se incrementa también exponencialmente.
Con algoritmos muy astutos es posible determinar el «sentimiento» de la población con relación a una experiencia determinada. La cantidad de datos al alcance de la mano es tan grande que es posible tomar decisiones a partir de dicho sentimiento y verificar rápidamente si la experiencia cambió.
Para medir experiencias físicas, como ir a comprar a una tienda, se utilizan compradores secretos («secret shoppers») que viven y documentan detalladamente la experiencia. Estas herramientas producen información útil, mas no para hacer inferencia.
Ahora bien, en ambientes no competitivos, cuando el cliente o usuario (contribuyente, abonado, paciente, etc.) no puede cambiar de proveedor, no pareciera existir suficiente motivación para medir la calidad de la experiencia. Pero sí, claro que existe la motivación. La motivación la tenemos los ciudadanos que pagamos los servicios y, por tanto, tenemos el derecho a exigir que se mida y publique la calidad de la experiencia del usuario.
La medición y publicación de la calidad de la experiencia de los usuarios de todos los servicios públicos es una necesidad y no una necedad. Cada vez que un ciudadano interactúa con un servicio público, se debe aprovechar la oportunidad para medir la calidad de la experiencia.
En el sector público existe la creencia de que con solo digitalizar un trámite o proceso automáticamente mejora la calidad del servicio, pero eso no es necesariamente cierto. La digitalización de un proceso elimina la necesidad de desplazarse y hacer filas, pero también suprime la posibilidad de conversar con alguien que entiende cómo y por qué el trámite debe efectuarse de cierta manera.
Cuando en vez de diseñar la experiencia del usuario solo se automatiza el proceso, con frecuencia se dejan por fuera cosas tan importantes como asistencia al usuario, facilidades de búsqueda y otros beneficios que solo se le ocurren al que pone a la persona en el centro del esfuerzo del diseño. En el mundo digital, está demostrado que pequeñas cosas hacen grandes diferencias en la satisfacción del usuario.
Será muy interesante oír a los candidatos presidenciales cómo proponen medir, publicar y mejorar la calidad de los servicios públicos. La mejora es imposible sin medir y publicar las mediciones. Es peor que un saludo a la bandera; es puro cinismo.
El autor es ingeniero, presidente del Club de Investigación Tecnológica y organizador del TEDxPuraVida.