El ministro de Agricultura debería derogar el decreto 4436, aunque aún no entre plenamente en vigor, porque pone en riesgo la supervivencia de los pequeños y medianos productores que viven de sus animales.
El decreto encarecerá aún más la carne, un producto que se aleja cada vez más de la mesa de los costarricenses.
La normativa impone múltiples y engorrosas regulaciones al transporte de animales. Los productores estarán obligados a tramitar una serie numérica generada por un sistema informático, que debe ser registrada para cada animal trasladado; obtener un código de identificación individual según las normas ISO 11784; solicitar una guía oficial de movilización; y adquirir un dispositivo de identificación individual oficial para cada animal.
El dispositivo cuenta con dos componentes: uno visual y otro electrónico, según especificaciones que ordenará el gobierno. Los aretes electrónicos tienen un elevado costo, ya que adicionalmente requieren certificados de operación y un software para transporte.
Quienes conocen la realidad económica de los ciudadanos saben que para los pequeños y medianos productores ganaderos de zonas alejadas será materialmente imposible cumplir con esta nueva reglamentación, ejecutada de conformidad con recomendaciones de organismos internacionales, diseñadas para una realidad ajena a la nacional. La ganadería de Costa Rica es distinta de la europea y suramericana.
En esos lugares, la ganadería está en manos de grandes empresas dueñas de fincas de cientos de hectáreas, con capacidad para organizarse y cubrir este tipo de requisitos legales para el manejo del ganado.
Para que el lector se dé una idea: cumplir con las regulaciones requiere que cada productor pecuario tenga acceso a internet. A diferencia de lo que sucede en las planicies suramericanas o europeas, la gran mayoría de los predios en Costa Rica están en lugares montañosos donde no hay señal, ni estamos cerca de poseer la infraestructura necesaria para que la haya.
El problema es que, sin esta logística administrativa y tecnológica, que es muy cara, los productores perderán el derecho a movilizar sus pocos animales. En el momento en que los transporten sin los certificados, serán criminalizados.
Al final, como sucedió con la actividad de granos básicos, no solo desaparecerá la actividad de estos productores, sino también la de los transportistas de animales y toda la cadena productiva. Esto encarecerá la carne y dejará sin empleo a miles de pequeños productores pecuarios, ensanchando aún más la brecha de desigualdad y desempleo que azota a la Costa Rica rural profunda.
Por ende, es necesario reflexionar sobre lo peligroso de continuar alimentando el costo de nuestra legalidad.
El año pasado tuve la oportunidad de conocer a Enrique Ghersi, quien visitó nuestro país para disertar sobre este problema tan común en Latinoamérica. Ghersi señala que el peligro de aplicar este tipo de reglamentaciones inadecuadas es que se quita vigencia social al derecho. Una norma descontextualizada causa que la gente abandone la legalidad y caiga en la informalidad.
Según él, la existencia de una informalidad tan exagerada como la peruana permitió estudiar la desobediencia civil como un fenómeno masivo y espontáneo frente a leyes diseñadas de tal forma que resultan inviables.
Concluye que la inflación normativa tiene como consecuencia la falta de vigencia del derecho. Esquemas normativos inadecuados, a través de una estructura institucional que no se adapta a la realidad de los ciudadanos, hacen que sea muy difícil o incluso imposible cumplir con la ley.
Desde una perspectiva estrictamente mercantil, se comprende fácilmente que los productos del mercado tienen un precio y que la actividad mercantil en sí misma es un mecanismo que tiende a encarecer el valor de los bienes.
Sin embargo, parece que el confort de la clase política y de la burocracia coloca en sus ojos un velo mágico que les impide comprender que una legalidad engorrosa y puntillista es también un mecanismo costoso que expulsa al pequeño productor de su actividad o, en el mejor de los casos, lo criminaliza y lo empuja hacia la clandestinidad.
Podría argumentarse que el decreto tiene como propósito económico fundamental amparar y dar seguridad legal a las transacciones mercantiles de los habitantes, además de definir derechos de propiedad. Sin embargo, es obvio que, más allá de las cargas impositivas, el cumplimiento de la ley también tiene un costo que, si se abusa de él, encarece la actividad económica de manera insostenible.
Los excesos regulatorios no solo incrementan el precio del comercio, sino que usualmente constituyen un obstáculo que torna inviable el cumplimiento de la ley. En el mejor de los casos, si se logra cumplir con la legalidad, los bienes se encarecen desproporcionadamente, en perjuicio de las poblaciones más vulnerables.
fzamora@abogados.or.cr
Fernando Zamora Castellanos es abogado constitucionalista.