A principios de la década de los noventa, niños, adolescentes y jóvenes de entre 10 y 25 años conmocionaron la capital debido a su participación en una nueva forma de actividad delictiva.
Eran personas excluidas del sistema educativo, en condiciones sociales de suma vulnerabilidad, muchos de ellos adictos al crack y el cemento, que combinaban frecuentemente con pastillas y marihuana, y hasta se dedicaban a la distribución.
Fueron denominados por el OIJ, en setiembre de 1993, como chapulines, fundamentalmente por su forma de operar. El rasgo característico era su actuación en grupo, y luego se separaban para que fuera más difícil atraparlos, imitando a los insectos que atacan las cosechas agrícolas.
Se reunían en la plaza de la Cultura y el parque central, en San José, y de ahí salían a recorrer las cuadras josefinas para robar objetos como cadenas, bolsos, relojes o billeteras; con el tiempo se demostró que la banda de menores de edad estaba muy bien organizada, los miembros cumplían tareas específicas y diferenciadas dentro de estas y se relacionaban con delincuentes adultos.
Se puso en evidencia, por primera vez y con gran intensidad en Costa Rica, que los menores de edad privados de un entorno social favorable y excluidos del proyecto de desarrollo nacional constituyen potenciales candidatos a una carrera delictiva.
Respuesta punitiva
La época coincidió con la década perdida de los años ochenta, caracterizada por el deterioro socioeconómico, cuando tomaron fuerza planteamientos neoliberales en contraposición con el estado de bienestar, que de 1959 a 1975 creó políticas que cambiaron al país mediante acciones sustantivas para mejorar las condiciones de vida de la población costarricense.
El cambio de paradigma social fue el disparador de la desigualdad social, la tugurización urbana, la expulsión escolar, la corrupción, el alto costo de vida, entre otros, y que, asimismo, agudizaron el deterioro de las condiciones de vida de adolescentes y jóvenes.
La actividad delincuencial, particularmente de los chapulines, fue entendida —en el discurso oficial— como una consecuencia inevitable social, pero nunca atribuida a la polarización política, social y económica que se instauró en el país.
Diferentes alternativas fueron planteadas para tratar el novedoso problema, pero sin duda la represión asociada a torturas, que culminó en la muerte de cuando menos uno de ellos, y la aprobación de la Ley de Justicia Penal Juvenil, que endureció las penas para esta población, desmantelaron el modus operandi de los chapulines.
Sin embargo, y nuevamente coincidiendo con otra década perdida (2013-2023), aumenta la tasa de homicidios, lo cual es prueba de que la situación social de los jóvenes denominados chapulines nunca desapareció y tiene un repunte ligado, fundamentalmente, al narcotráfico. La edad promedio de las víctimas de homicidios del 2021 y el 2022 es 35 años. Una de cada dos, en el 2021, tenía entre 20 y 24 años.
En recientes declaraciones, el director general interino del OIJ, Randall Zúñiga López, manifestó que un 93 % de las víctimas en el año más violento (2022) eran hombres, en su mayoría con edades entre los 18 y 35 años, y que el principal móvil de los crímenes fue el “ajuste de cuentas” por narcotráfico. De hecho, alrededor del 65 % de los homicidios están ligados a esta causa. Las provincias con más casos son Limón, Puntarenas y San José.
Los victimarios son hombres jóvenes también y menores de 35 años. En su mayoría excluidos del sistema educativo y provenientes de la Costa Rica de los barrios marginales, sea de la GAM o de las provincias costeras.
Agudización del problema
Un ejemplo doloroso de esta aberrante realidad es el de Anthony Arce Arana, de 19 años, muerto en un enfrentamiento con la policía en enero de este año y que, de acuerdo con el director regional de la Fuerza Pública de Guanacaste, Erick Calderón, era un “viejo conocido” de las autoridades. Desde los 14 años, había pasado cuando menos en 22 ocasiones por el Ministerio Público por delitos relacionados con tenencia de drogas, agresión, resistencia a las autoridades y, más recientemente, asesinatos debidos a luchas por territorios para la venta de drogas. Anthony Arce Arana era el líder de una agrupación narco en el barrio San Martín de Nicoya.
Esta realidad, alimentada por el “apagón educativo” y sus antecedentes, el narcotráfico, la evasión, la elusión, la corrupción, la impunidad y la ausencia de políticas sociales integradas, está a punto de estallarnos en la cara.
A lo anterior se suma el incremento de la desigualdad medida por el coeficiente de Gini, que pasó de 0,45 a 0,52 de 1990 al 2021, reflejado en el aumento del ingreso promedio del 20 % más rico de la población en contraste con el 20 % más pobre, de 9,3 a 12,4 veces, según el informe del Programa Estado de la Nación. La llamada de atención de los chapulines sigue más viva que nunca.
Alberto Morales Bejarano es médico pediatra, fue fundador y director durante 30 años de la Clínica del Adolescente del Hospital Nacional de Niños. Siga a Alberto Morales en Facebook.
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