Acabo de leer Depredadores digitales. Una historia de la huella de carbono de la industria digital, de Pablo Gámez Cersosimo. Pablo es costarricense, con muchos años de trabajar en los Países Bajos, donde dirige Naturally Digital, una organización especializada en sostenibilidad y bienestar digital.
Las 538 páginas del texto constituyen, afirmó el diario El País, “una de las obras más completas sobre la huella de la nueva era”. Nueve capítulos sólidamente fundamentados que dan cuenta de lo que está ocurriendo, de las perspectivas de evolución del problema, de por qué no nos percatamos de su envergadura y de qué habría que hacer para “evitar que esta revolución industrial sea la última de la humanidad”. Quiero recomendar su libro y ponerlo en diálogo con otras lecturas que he hecho recientemente.
Pablo es periodista y eso se nota. El estilo del texto es el de una amplia investigación periodística, pero lo digo, sobre todo, por ese compromiso, en el corazón mismo de la profesión, por develar una verdad oculta, o, mejor dicho, ocultada: la industria digital es amenazadoramente contaminante y sus formidables desarrollos tecnológicos, por mucho que nos hagan babear, no nos salvarán del desastre ecológico al que nos encaminamos.
Contamina la huella de carbono por consumo energético de la infraestructura digital, la que produce la circulación de los productos tecnológicos, la derivada de la economía de la atención, la resultante de la extracción de los minerales para el funcionamiento de los dispositivos y la generada por la basura electrónica, que ya supera en peso al de la Gran Muralla china. La industria digital genera el 6% de las emisiones de gases de efecto invernadero (como la navegación marítima y aérea juntas) y posiblemente a finales de esta década llegue al 30%.
James Bridle advierte, en La nueva edad oscura, que internet no solo alimenta la caldera que calienta el planeta (por ejemplo, debido a los sistemas de refrigeración que requieren los centros de datos), sino que, a la vez, podría colapsar debido al aumento de la temperatura que inutiliza las antenas en los cielos e inunda los cables subterráneos.
Peor aún, describe cómo el calentamiento global, al tiempo que derrite el permafrost, haciendo emerger el metano y las bacterias de materia muerta hace milenios, destruye información sedimentada en tiempos inmemoriales, clave para conocer nuestro pasado y comprender nuestro presente; una auténtica biblioteca de Alejandría de registros arqueológicos.
La atmósfera se calienta y eso torna menos predecibles nuestro entorno y sus fenómenos naturales (como las turbulencias en cielo despejado, que cada vez generan más accidentes aéreos) y, encima, nos hace más tontos, efecto del incremento del dióxido de carbono en la atmósfera. En suma, ponemos en riesgo nuestras redes de comunicación y perdemos conocimiento sobre el pasado, capacidad para predecir el futuro y para pensar con claridad. Nuevamente las soberbias de Babel nos acaban hundiendo en la confusión. El suelo firme de la tundra apesta, se falsea y se vuelve cenagoso, gritando la naturaleza, con elocuencia metafórica, que la posverdad no es solo un fenómeno cultural sino también geológico.
Ahí, a la tierra que pisamos, nos remite Una geología de los medios, de Jussi Parikka. A diferencia de Chul Han, que en No-Cosas lamenta la desmaterialización del mundo que convierte al ser humano y a todo cuanto le rodea en información procesable y consumible digitalmente, Parikka nos recuerda la rocosa materialidad de los medios, que en la base de sus componentes llevan inscritos la antigua memoria no humana de profundos estratos temporales, químicos, metálicos y minerales, y que dejarán una memoria futura, ahora sí huella nuestra, que perdurará incluso cuando desaparezcamos de esta roca en el universo, en forma de escombros en la superficie terrestre, toxicidad en la atmósfera y hasta chatarra en el espacio exterior.
Textos como el de Parikka ayudan a no tragarse el cuento de la “desmaterialización” mientras unos vivazos arrasan con el cobre, el litio y el coltán, el níquel, el cobalto y la bauxita, despliegan su matonismo geopolítico para expoliar las tierras raras, nos dejan con montañas de deshechos de su “realidad virtual” y ya salivan por explotar la Luna para extraerle el helio-3.
Pablo también denuncia el relato propagandístico de los gigantes tecnológicos, que asocia la digitalización y las energías limpias con un desarrollo verde. Una narrativa que nos hace a los usuarios de sus productos sentirnos reconfortados por no imprimir los correos electrónicos, ocultando que los ríos que antes se tragaban las papeleras, ahora son utilizados para enfriar las granjas de servidores instaladas en las mismas naves industriales que antes albergaban papeleras. No en vano para Google, por ejemplo, su consumo de agua es “secreto comercial patentado” y exige confidencialidad al respecto a las autoridades de los sitios en los que opera.
En ese exitoso storytelling cada palabra es seleccionada con inteligencia marketinera. El mejor ejemplo es “la nube”, que evoca algo celestial, etéreo, y, en ese tanto, no contaminante. Pero no, la nube no es un amorfo y gaseoso lugar mágico, sino montones de líneas telefónicas, fibra óptica, satélites, kilómetros de cables que pesan sobre el lecho marino y gigantescos galerones repletos de computadoras; parte de “la mayor de las infraestructuras creadas por el ser humano”, como bien dice Pablo.
Esta mistificación a través del lenguaje, que oscurece realidades concretas para eximirlas de la crítica y el control, fue ya detallada por Giorgio Agamben en El reino y la gloria, en el que muestra la raíz religiosa del lenguaje político y económico moderno; discurso glorificador que en modo alguno es un simple resabio del pasado, sino que tiene una vigencia operativa fundamental.
No es de extrañar, entonces, que esté tan extendido lo que Pablo llama un “sentimiento colectivo de escudo protector” en torno a la tecnología, que, aunque es tan viejo como la relación del ser humano con sus herramientas, ha alcanzado extremos insospechados ante los desarrollos computacionales, como ya en 1986 lo advirtió Theodore Roszak en El culto a la información. Es como si nos hubiera convencido el gurú del bienestar tecnológico de la película Don’t Look Up, en nuestro caso no de que el cometa contiene valiosísimos minerales raros, sino de que no nos conviene desacelerar nuestra febrilidad digital porque, de alguna manera, ella nos permitirá encontrar la forma de evitar el colapso ambiental.
Noah Harari es un buen ejemplo. A pesar de algunas críticas a la industria, su thatcheriano “there is no alternative” respecto de la evolución de esta, le han granjeado la simpatía de Silicon Valley. Ya en Homo deus se reveló como un transhumanista para el cual los grandes desafíos del futuro, nuestra huella de carbono e incluso la muerte, serán superados por los desarrollos tecnológicos. Del calentamiento global solo dice cuatro palabras (“tendremos que hacerlo mejor”).
Gracias a la ingeniería genética y la computacional transmutaremos, según él, del homo sapiens al homo deus. La venta de estas profecías ha hecho de Harari un best seller de mala ciencia ficción, según Markus Gabriel, y el máximo exponente de lo que Evgeny Morozov llamó “solucionismo tecnológico”.
La verdad es que todos estos aparatos están diseñados para seducirnos y dominar el mercado, pero no responden a la economía circular. Para el año 2050, el mundo va a necesitar aumentar, señala Pablo, al menos en 12 veces la producción de metales y de minerales: “cada año necesitamos un monte Everest”. Cuanto más caliente y húmedo se vuelva el clima, mayor será la densidad necesaria de torres inalámbricas. Conforme aumente nuestra capacidad de almacenamiento de datos, requeriremos más energía. Por ejemplo, para el 2030 las necesidades energéticas de los servicios digitales en Japón rebasarán la capacidad actual de generación de energía de todo el país.
Como dice Parikka, en el “antropobsceno” el mundo se sigue construyendo con materiales, solo que cada vez más diversos a los tradicionales hierro, madera y ladrillo, y también más difíciles y profundos de hallar. Para encontrarlos, hemos sumado a las tradicionales acciones de cavar, desviar, fundir y cercenar, sofisticadas técnicas de teledetección, llenando el subsuelo, el mar y la atmósfera de sensores que exponen las reservas de las profundidades y, mediante modelos algorítmicos, calculan la rentabilidad de su explotación futura.
Ese proceso de extracción, trituración y empaquetado de materia inorgánica, orgánica y hasta consciente, para erigir los mamotretos de nuestra “civilización”, es el que Achille Mbembe analiza en su última obra: Brutalismo.
No importa si son microorganismos, metales, mantos acuíferos o trabajadores mal pagados y expuestos a residuos de plomo y berilio. La combustión capitalista del mundo, potenciada ahora por el auge de la lógica de la cuantificación, exige la torsión y el remodelado de la naturaleza, lo que implica desde la constante irritación de nuestras hormonas para la succión de nuestros datos, hasta la perforación de la tierra para exprimirle todo lo que pueda redituarse en incesantes procesos de producción.
El saqueo y la mutilación de pueblos enteros por las potencias coloniales no fue sino una manifestación del poder como fuerza geomórfica que fractura y fisura, y cuyo permanente machacado de la vida hoy ha adquirido formas más sutiles, pero no menos intensas. Para Mbembe, camerunés, lo que ha ocurrido es “la universalización de la condición negra”, y cuando uno ve los rostros sudorosos y músculos reventados de las masas de delivery drivers de las apps de entrega de comida, considera darle la razón.
El autor es abogado.