EscucharSe anuncia que en breve la Sala Constitucional dictará nueva sentencia sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. La anterior, del 2006, canceló la vía constitucional hacia el reconocimiento del derecho a concertar uniones de esta clase, pero a finales del año pasado una opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos requerida por Costa Rica enmendó la plana a nuestro tribunal constitucional.
Si la Sala mantiene su criterio sería al precio de ir contra su propio precedente: este ha dicho que las opiniones consultivas de la Corte Interamericana son vinculantes para Costa Rica, por razones morales y jurídicas. Con mayor razón si es el país quien las ha solicitado.
Si la Sala soslayara la opinión de la Corte –sutilezas, matices o argucias aparte– correría el riesgo de rebajar los estándares de protección de derechos fundamentales reconocidos por esta última. Si –como no falta quien sospecha– apremiados sus miembros por el malestar con que recibirían una sentencia aperturista los que se oponen vivamente al que han llamado “matrimonio gay”, o acuciados por las sombras de sus recónditos prejuicios, se pronunciara la Sala tibiamente o a contrapelo de lo que ya hilvanó la Corte, el resultado desacreditaría nuestro discurso de fidelidad y compromiso con los derechos humanos en esta región asolada por la más cínica barbarie.
Interpretación sepia. En el 2006, la Sala dio a la voz “matrimonio” el sentido que tenía para los autores de la Constitución, valga decir, el de unión heterosexual: de hecho, el argumento de la Sala implicaba que la intención original del constituyente congeló a perpetuidad el sentido de la expresión “matrimonio” como unión heterosexual, fijándolo como una vieja instantánea sepia en el álbum de fotos nacional.
La sentencia del 2006 sugiere el problema más amplio de cómo ha de ser interpretada una constitución escrita. La reducción de la labor interpretativa a un método en exclusiva –en este caso, al que halla el sentido de una expresión en las intenciones originales de los autores del texto– puede dar un resultado precario y escasamente convincente. Hay un antes y un después en el devenir del lenguaje normativo que aconseja seguir rutas diversas en busca de un significado que se avenga con la realidad del tiempo en que las normas han de ser aplicadas.
Desacralización. La apropiación por parte del Estado de la regulación jurídica del matrimonio ha ido perfilando los contornos de una institución cada vez más diferenciada del matrimonio canónico, que es el modelo que está en el punto de partida. Quizá podría hablarse de un proceso de desacralización, durante el cual el derecho del Estado, evolutivo y dinámico, ha construido por su cuenta el régimen de una unión que agota su origen en la voluntad de las partes y que a causa de esa misma voluntad es susceptible de disolverse, y entre cuyos fines ya no está la procreación de la prole.
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La desacralización corre pareja con el proceso de secularización que a lo largo de nuestra historia constitucional nos ha ido distanciando, aunque no todo lo que algunos quisiéramos, de la confesionalidad radical del Pacto de Concordia. En este sentido, el obstáculo que puede volver a encontrar en la jurisprudencia constitucional la desacralización del matrimonio y el diseño jurídico de una institución civil desarraigada de sus fundamentos religiosos, pero que tiene su legitimidad y fuerza moral en el reconocimiento de la dignidad de todas las personas, de su igualdad y su libertad, entorpece también el proceso de secularización.
El autor fue magistrado.
