Nicaragua es una dictadura. No puede ser más obvio, pero cuando las espurias autoridades electorales proclamen la victoria de Daniel Ortega y Rosario Murillo esta noche, oficializarán su voluntad de perpetuarse en el poder sin la menor pretensión de legitimidad o disimulo. Eso implica un cambio cualitativo.
La pareja autocrática pudo tomar la senda tradicional del fraude, como en otras oportunidades. Hay muchas formas de arreglar el resultado, desde el relleno de urnas hasta la alteración del conteo de votos, pero el régimen no quiso correr riesgos. Su impopularidad es tanta que la victoria opositora se habría notado en las calles y en los centros de votación.
Entonces, abandonó el libreto clásico, seguido a pies juntillas en otras oportunidades, y perpetró el fraude abiertamente y por anticipado. La subversión de la voluntad popular no comenzó con el arresto de los opositores y la anulación de la personería jurídica de sus partidos. La obsecuente Asamblea Nacional venía preparando el terreno con la aprobación de un marco jurídico represivo, donde destaca la Ley de Regulación de Agentes Extranjeros. En la práctica, la norma criminalizó la cooperación internacional y se constituyó en un poderoso instrumento para aislar y perseguir a la sociedad civil en todas sus manifestaciones.
En diciembre, los congresistas aprobaron un proyecto con título orwelliano: «Ley de defensa de los derechos del pueblo a la independencia, la soberanía y autodeterminación para la paz». Desde el inicio, los opositores denunciaron el propósito de inhibir su participación en los comicios. Hoy, mientras Ortega y Murillo celebran su farsa, una treintena de dirigentes están detenidos, so pretexto de haber violado esa ley.
«Los nicaragüenses que encabecen o financien un golpe de Estado, que alteren el orden constitucional, que fomenten o insten a actos terroristas que menoscaben la independencia, soberanía, autodeterminación o que inciten a la injerencia extranjera en los asuntos internos no podrán optar a cargos de elección popular». Tampoco quienes «exalten, o aplaudan la imposición de sanciones contra el Estado de Nicaragua», dice la ley. La interpretación de las numerosas y ambiguas conductas tipificadas está a cargo de una judicatura tan obsecuente como el Congreso que aprobó la ley.
El fraude no es de hoy, ni siquiera de los días cuando las fuerzas represivas desencadenaron el asalto contra los críticos. Se fraguó por anticipado para evitar la vergüenza de ver al pueblo en las calles.
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