CAMBRIDGE – En muchos aspectos, el Occidente no se encuentra hoy en su mejor momento. Mucha gente cuestiona los valores de la democracia liberal (los derechos individuales y el gobierno de la mayoría) e incluso los de la Ilustración (la razón, la ciencia y la verdad). Los partidos populistas canalizan estos sentimientos con un considerable éxito electoral, sacando provecho del malestar económico, la creciente desigualdad y el aumento de la inmigración.
Con frecuencia se culpa a la tecnología de los problemas sociales que se traducen en la escalada del populismo. Pero, ¿qué hay de la flecha causal que va en la dirección opuesta, de la sociedad a la tecnología? En un mundo donde el progreso tecnológico promete grandes beneficios, la capacidad de proporcionar “lo que la tecnología quiere” puede determinar qué economías están posicionadas para tener éxito y cuáles, sin duda, tendrán el mismo destino que el Imperio español, el portugués y el otomano. En la actualidad, ello debería preocupar a Occidente más de lo que preocupa a China.
Para establecer lo que la tecnología quiere, es preciso comprender lo que ella es y la forma en que crece. En realidad, la tecnología está constituida por tres formas de conocimiento: aquel encarnado en herramientas y materiales, el codificado en recetas, protocolos y manuales de instrucciones, y el conocimiento tácito o know-how contenido en el cerebro. Podemos disponer de un mayor número de herramientas y aparatos, de más libros y manuales, o de más documentos para consultar en Internet, pero individualmente no tenemos la capacidad para meternos más cosas en la cabeza. Para que la tecnología crezca, es necesario grabar diferentes elementos de know-how en diferentes cerebros. Las sociedades no aumentan sus conocimientos porque cada individuo sabe más, sino porque cada cual sabe algo diferente.
Sin embargo, para que se pueda emplear el know-how, es preciso volver a reunir los distintos cerebros en los que están almacenados diferentes elementos del conocimiento tácito. No sorprende, entonces, que hoy día existan menos eruditos u hombres renacentistas, y que el número de autores por estudio científico y por patente haya ido en rápido aumento.
Una de las técnicas que la tecnología utiliza para crecer es la modularización. Si los componentes de un producto pueden compartimentarse de tal modo que distintos equipos sean buenos en diferentes módulos, y unos pocos sean buenos en unificar dichos módulos, es posible que cada equipo necesite saber menos, aun cuando el conjunto puede saber más.
Consideremos el siguiente ejemplo: Chile es el mayor productor de litio del mundo y la empresa japonesa Panasonic es la mayor fabricante de baterías de iones de litio, pero la empresa china BAIC es la mayor fabricante de vehículos eléctricos (VE). Si bien la estadounidense Tesla es una compañía admirable, se prevé que para el 2025 Europa y China tengan diez veces más VE que Estados Unidos, que además va muy rezagado en cuanto al número de estaciones donde recargarlos.
Este ejemplo ilustra dos puntos. Primero, cada módulo de la cadena de valor se beneficia de su conexión con otros módulos a través del mundo. La modularidad crea una lógica que es algo diferente de las simples economías de escala. Los VE se benefician de innovaciones en la minería y en la fabricación de baterías, dondequiera que ellas se produzcan. Quienquiera que desarrolle esas innovaciones deseará conectarse con los lugares donde ellas se emplean.
Un avión jumbo literalmente requiere millones de piezas, y las innovaciones en cualquiera de sus componentes pueden tener repercusiones importantes para el diseño y la eficiencia del avión en general. Por ejemplo, es posible que la impresión 3-D disminuya notablemente el número de piezas que necesitan los motores de turbina y así reduzca mucho su peso (y, en consecuencia, su consumo de combustible). Para explotar estas posibilidades, las empresas innovadoras necesitan poder conectarse de manera segura con los fabricantes que se encuentran en otros lugares.
Esto es exactamente lo opuesto del resultado que tendría una cláusula de extinción en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, como ha solicitado el gobierno de Trump. Y es el motivo por el cual Airbus advirtió hace poco que el brexit tendrá graves consecuencias negativas para la industria aeroespacial del Reino Unido (RU). La modularización exige que se pueda aprovechar el talento dondequiera se encuentre. En Silicon Valley, más de la mitad de quienes trabajan en ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas son extranjeros, y de los restantes, menos de un quinto de ellos nació en California, un estado que con sus 40 millones de residentes ocuparía el lugar 36 entre los países más grandes del mundo. En vista de las restricciones a la inmigración impuestas por el presidente Donald Trump en Estados Unidos, su vecino del norte puso en Silicon Valley carteles que dicen “¿Problemas con su visa H1B? Piense en Canadá”.
No obstante, la implementación de muchas tecnologías también exige componentes que solo pueden ser proporcionados por mecanismos ajenos al mercado, y en este ámbito los gobiernos desempeñan un papel de suma importancia. Consideremos los trenes de alta velocidad. Sin contar con autorización y cooperación gubernamental, ningún privado puede construir una vía férrea. Europa occidental tiene más de 14.000 kilómetros de vías para trenes de alta velocidad, y China más de 25.000. Estados Unidos dice tener 56 kilómetros, en un trecho corto que cubre menos del 8 % de la distancia entre Boston y Washington D.C. La razón es obvia: se trata de una tecnología que, al igual que el automóvil eléctrico, requiere una decisión social y un gobierno que implemente esa decisión.
En resumen, la tecnología necesita una sociedad que se conecte con el mundo, a través tanto del comercio como de la apertura al talento, a fin de explotar los beneficios de la modularización. Necesita también una sociedad en la que se pueda desarrollar un propósito común que sea lo suficientemente profundo y poderoso como para ordenarle al gobierno que proporcione los bienes públicos que requieren las nuevas tecnologías.
El primer requisito se ve facilitado en una sociedad con un sentido más amplio e inclusivo de quién pertenece a ella, en tanto que el segundo requiere un sentido de pertenencia más profundo y significativo.
No es fácil desarrollar estas actitudes. Para hacerlo es preciso tener un sentido de la nación que sea más cívico que étnico. Por ello, los desafíos en los debates políticos de hoy en Occidente no atañen solo a los valores. En un mundo competitivo, las sociedades pagan muy caro cuando no son capaces –o no tienen la voluntad– de proporcionar lo que quiere la tecnología.
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El Imperio español tomó la decisión de expulsar a los judíos y a los moros de su territorio a fines del siglo XV. Intentó y falló en imponer su intolerancia en sus dominios en los Países Bajos en el siglo XVI. Pero luego de una sangrienta guerra de independencia de 80 años, Holanda surgió como un modelo de tolerancia que atrajo a algunas de las mentes más brillantes de Europa, de Descartes a Spinoza. No es sorprendente que se haya convertido en el país más rico del mundo durante los siglos XVII y XVIII.
Es posible que las fuerzas populistas de hoy pasen por alto lo que quiere la tecnología, e impongan su visión en el mundo. Pero involuntariamente dejarán a sus sociedades al igual que el sistema ferroviario de Estados Unidos: en una vía muy lenta.
Ricardo Hausmann, exministro de Planificación de Venezuela y ex economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo, es director del Center for International Development de la Universidad de Harvard y profesor de Economía del Harvard Kennedy School. © Project Syndicate 1995–2018