¿Quién es el gran elector? ¿Aquel cuyo voto tiene mayor valor que el de los demás o determina en mayor medida las decisiones tomadas por cuenta de la comunidad? Si ese gran elector existe, su existencia depende en cada caso de múltiples factores.
En tiempos remotos, un diestro y activo ciudadano propuso un principio al que, a su juicio, siempre deberíamos adherirnos: que el poder del voto no debía estar bajo el control de la gente del común, sino de los ricos, procurándose así que el mayor número no tenga el mayor poder.
Supongo que nadie se atrevería hoy a decirlo en voz alta, aunque alguno lo pensara. Una idea como esa parece incompatible con el fundamento de la vida política, aun en los Estados democráticos de los tiempos que antecedieron a los de aquel ciudadano. En estos Estados, dice Bertrand Russell (en La sabiduría de Occidente), la participación en la dirección de los asuntos públicos era universal entre los ciudadanos. Se miraba con desagrado a todo aquel que no demostrara interés en la política y se le llamaba idiota, que quiere decir “entregado a intereses privados”.
Hoy estamos habituados a aceptar el principio democrático según el cual cada individuo cuenta como uno y nadie cuenta como más de uno. Este es el principio que nos inspira y que la Constitución recoge y traduce de diversas maneras en muchas de sus disposiciones.
Entre ellas, son relevantes las que atañen a la protección de la integridad del debate democrático, limitando la influencia del dinero. El argumento subyacente es, como alguien escribió, que se puede regular el papel del dinero en la política sin disminuir en absoluto la libertad de argumentar y debatir, valga decir, de participar; y que, por el contrario, la regulación legal del dinero en la política se orienta a garantizar iguales condiciones de ciudadanía para todos.
Tiene esa finalidad la norma que prohíbe valerse de la remuneración de los servidores públicos para costear los gastos de los partidos e implícitamente proscribe la retribución de apoyo electoral mediante el favorecimiento público, la que obliga al Estado a contribuir a los gastos de los partidos y la que somete las contribuciones privadas al escrutinio público.
A buen seguro, el reciente asesinato de un candidato presidencial ecuatoriano es otra modalidad de acción del gran elector.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.