De la Sala IV salió humo blanco y se espera la pronta aprobación del plan fiscal. Los mercados reaccionaron favorablemente, con una baja de ¢9 en el tipo de cambio en los primeros tres días y una recuperación de los bonos de la deuda soberana. En las redes sociales, la gente celebraba como si la Selección hubiera ganado un Campeonato Mundial o, al menos, hubiera llegado a cuartos de final. Nos salvamos, dijo más de uno. ¿En serio?
Como país, lo que hicimos fue el equivalente a haber llegado encarrerados al borde de un precipicio, con el viento soplando fuerte a nuestras espaldas, corriendo grave peligro de caer y tomarnos todo el tiempo del mundo antes de decidir qué hacer. La resolución de la Sala IV fue como habernos agarrado de una piedra para evitar la caída. Seguimos peligrosamente cerca del precipicio y con viento de cola arreciando.
La reforma fiscal, lo hemos dicho hasta la saciedad, no resuelve el problema estructural de las finanzas públicas. Hacienda calcula que la recaudación crecerá un 1,3 % del PIB. La nueva recaudación no ingresará inmediatamente y el déficit fiscal, inicialmente proyectado en alrededor del 8 % para el próximo año, no será mucho menor.
El gobierno también estima –muy alegremente– que las medidas de contención del gasto y la regla fiscal tendrán un impacto acumulado cercano al 2,4 % del PIB en un plazo de 3 a 4 años. Este cálculo depende de una “aplicación estricta” de la regla fiscal contenida en el título IV del proyecto 20580, como lo reconoció el Banco Central al validar las proyecciones de Hacienda. Pero en este país las reglas fiscales han sido, tradicionalmente, un saludo a la bandera. Creer a pies juntillas que esta vez va a ser diferente no es muy sensato.
Aún en riesgo. Aun con todas las críticas que le podamos hacer, la aprobación del plan fiscal es un paso en la dirección correcta, y así lo han interpretado los mercados, las agencias calificadoras y los organismos multilaterales. Pero deberíamos echarnos un vaso de agua fría en la cara, abrir bien los ojos y darnos cuenta de que aún estamos al borde del precipicio, agarrados de una roca bien filosa.
No podemos seguir jugando chapitas con el futuro de Costa Rica. La llamada de atención debería servir para que ahora sí emprendamos las reformas que nos vayan a poner en una senda de crecimiento sostenido, con generación de empleo productivo para reducir la pobreza y la informalidad, y con un aparato estatal más racional que permita también poner las finanzas públicas en una trayectoria de sostenibilidad.
Es una buena nueva que el gobierno fijara fecha a la presentación de la indispensable reforma del empleo público. Esta deberá respetar el principio constitucional de un solo régimen de empleo, imponer el salario único para todas las nuevas contrataciones, hacer prevalecer los beneficios laborales del Código de Trabajo para todos los trabajadores (sin hacer odiosas distinciones entre públicos y privados), exigir las evaluaciones de desempeño por resultados para todos los funcionarios, eliminar toda forma de enganche salarial existente y profundizar la racionalización de los pluses e incentivos salariales contenida en el título III del paquete fiscal.
Antes de emprender la reforma del empleo público, es urgente regular el derecho a huelga para definir con claridad cuáles son los servicios públicos esenciales, establecer las condiciones que hacen que una protesta sea legal o ilegal, imponer sanciones para quienes se vayan a huelga ilegal y reducir a unas pocas horas reales el tiempo que tienen los tribunales para hacer la calificación de la huelga. No tiene sentido intentar reformar el empleo público en las actuales condiciones de incertidumbre jurídica que permiten hacer de la huelga ilegal un jolgorio con bailes de zumba en media calle.
Reforma del Estado. El gobierno también ha prometido promover la reforma del Estado en el 2020; ojalá podamos hacerlo antes para que el debate no sea secuestrado por las calenturas de un año de elecciones municipales y arranque extraoficial de campaña presidencial.
Nada de lo anterior, sin embargo, se traducirá en una economía más dinámica e innovadora, que estimule la inversión, la contratación y el emprendimiento. Aunque tal vez hayamos evitado el golpe brusco, el 2019 no será un buen año; la confianza de los mercados e inversionistas no se recuperará de la noche a la mañana y el gobierno seguirá teniendo problemas para conseguir los recursos que necesita para sostener su ineficiente operación y atender el servicio de la deuda.
Hemos llegado hasta aquí por un endeudamiento excesivo, producto de una década de desenfreno en el gasto público. No vamos a salir de aquí haciendo crecer el endeudamiento como lo pretende Hacienda, con su solicitud de autorización para colocar bonos en el exterior por $6.000 millones a lo largo de los próximos cinco años.
Esta solicitud debe ser rechazada por cuanto su aplicación generaría una falsa sensación de normalización de la situación económica, un espejismo que quitaría la presión que el gobierno y la sociedad costarricense necesitan para seguir impulsando las reformas de largo aliento que debemos emprender sin dilación.
También debe ser rechazada en atención al impacto que tiene tanto endeudamiento sobre el presupuesto nacional. Para el próximo año, ¢42 de cada ¢100 de gasto autorizado se van a destinar al servicio de la deuda. Visto de otra forma, apenas poco más de la mitad del gasto público se destinará a los rubros que, en teoría, podrían mejorar la calidad de vida de los costarricenses. Más aún, el 53 % del gasto total autorizado en el presupuesto 2019 se financiará con nueva deuda. No podemos continuar así.
Si bien se espera una reducción de las tasas de interés que paga el gobierno como resultado de la aprobación del plan fiscal, y eso algo aliviaría la crítica situación de las finanzas públicas, no tiene sentido autorizar nuevo endeudamiento por el equivalente al 10 % del PIB porque sería borrar con el codo lo que se escribe con la mano.
Al gobierno se le debería permitir contraer los préstamos que necesita para oxigenar sus finanzas a corto plazo y, a la vez, exigirle poner la casa en orden antes de volver alegremente a los mercados internacionales a hacer crecer la bola de nieve del endeudamiento.
Atacar la raíz. En cuanto a la reactivación económica, ninguna de las medidas anunciadas por el gobierno –simplificación de trámites, intervención de Setena, banca para el desarrollo, etc.– logrará el objetivo en el entorno actual. Nadie va a invertir en una economía en crisis, con la demanda contraída y altísimos niveles de incertidumbre y desconfianza, porque le simplifiquen algunos trámites. Dichas medidas son necesarias, pero resultan insuficientes y debemos reconocerlo.
Lo que hace falta es atacar la raíz de nuestros problemas que afectan la productividad y la competitividad, y de esto poco se habla en nuestro país: la prevalencia de monopolios, oligopolios o cuasimonopolios en sectores clave del aparato productivo (que encarecen la vida y los procesos productivos), la existencia de aranceles y otras barreras al libre intercambio de bienes y servicios, la alta concentración de propiedad estatal en mercados indispensables para la dinamización e innovación de la economía (telecomunicaciones, energía, banca y seguros), un sistema tributario altamente complejo e ineficiente que desincentiva la inversión, un Código de Trabajo anticuado que no contempla las modalidades de producción y contratación modernas, discrimina contra jóvenes y mujeres y dificulta la contratación en general, y un esquema de seguridad social caro e ineficiente que promueve la informalidad e impone elevadísimos costos a la producción.
La agenda es muy ambiciosa, pero también indispensable para poner a Costa Rica en esa doble senda de sostenibilidad fiscal y crecimiento económico necesaria para reducir la pobreza y el desempleo. No nos condenemos a seguir con el nadadito de perro.
El autor es economista.