BOSTON– Aunque la economía utilice modelos matemáticos y técnicas de aprendizaje automático, sigue siendo una ciencia social. Pero, comparada con la mayoría de las otras disciplinas, la profesión no está ni siquiera cerca de representar a las sociedades en las que vivimos.
En Estados Unidos, las mujeres recibieron solamente el 32 % de los diplomas de doctorado en economía en el 2018, comparado con el 57 % en otras ciencias sociales y el 41 % de los doctorados en ciencia e ingeniería. Peor aún, los economistas negros e hispanos representaron apenas el 3,7 % de los doctorados en economía recientemente otorgados, considerablemente menos que su porcentaje combinado de doctorados en otras ciencias sociales (un 14 %) y en ciencia e ingeniería (un 8 %).
La profesión económica ha hecho poco o ningún progreso en lo que concierne a una mayor diversidad de género, racial o étnica en los últimos diez años, y no parece que las cosas vayan a cambiar pronto. Existe un problema persistente que empieza con el hecho de que las mujeres solo representan alrededor de un tercio de los estudiantes de Economía y de los graduados en el campo.
Dentro de la academia, las mujeres caen desproporcionadamente de la escalera profesional en comparación con los hombres durante la promoción en nombramientos y solo representan el 15 % de los profesores titulares.
¿Por qué la disciplina económica no supo diversificar a sus integrantes? La simple razón es que los economistas tienden a basarse en las fuerzas de mercado para resolver la mayoría de los problemas, incluida la discriminación. El modelo de discriminación del difunto premio nobel de economía Gary S. Becker asegura que los empleadores que discriminan con base en factores no vinculados con la productividad —como el género o la raza— incurrirán en costos monetarios (al pagar sueldos más altos, por ejemplo). En un mercado laboral competitivo, los empleadores no discriminatorios no pagan este costo y, por tanto, deberían dejar a los empleadores discriminatorios fuera del mercado.
Este modelo hace que muchos economistas desconfíen de los análisis que atribuyen las diferencias salariales en grupos de género y raciales a la discriminación. Por el contrario, buscan otras posibles causas, como las diferencias en los logros educativos o la elección ocupacional, muchas veces sin reconocer que estas también podrían surgir de prácticas discriminatorias.
Las publicaciones recientes que destacan las diferencias de género en el interior de la economía no son una excepción. La investigación previa ya había demostrado que es menos probable que las economistas mujeres sean promovidas. Pero recién, merced a los estudios subsiguientes que demuestran que las mujeres también reciben menos crédito que sus coautores varones, que es más probable que las publicaciones académicas rechacen su trabajo y que son sistemáticamente banalizadas en los foros en línea, la profesión ha reconocido su «problema de género».
En un estudio reciente, mis coautores y yo asociamos este trato dispar con la subrepresentación de las mujeres en el campo. Demostramos que, en ámbitos de seminarios prácticamente idénticos, las economistas mujeres reciben un 12 % más preguntas en promedio que los hombres y es más probable que enfrenten consultas condescendientes u hostiles. Asimismo, esta disparidad aparece más pronunciada durante las «charlas de trabajo», la etapa final del reclutamiento académico y el primer peldaño en la escalera profesional.
¿De qué manera la economía estaría a la altura de su propio código de conducta para garantizar «un entorno donde todos puedan participar libremente y donde cada idea sea considerada por sus propios méritos?». Nuestro estudio reveló que no hay soluciones rápidas y fáciles basadas en el mercado. No podemos mitigar de manera uniforme las diferencias en cómo las economistas mujeres son tratadas durante los seminarios en comparación con sus pares masculinos solo introduciendo reglas simples como reservar las preguntas para el final.
Quizás esto se deba a que incluso un mal actor puede echar a perder un seminario, algo que sucede frecuentemente en economía: determinamos que una de cada cinco charlas de trabajo tiene por lo menos un miembro de la audiencia «particularmente disruptivo».
En última instancia, los economistas tienen una responsabilidad tanto individual como colectiva de promover una conducta profesional inclusiva. Esto exigirá que los economistas abandonen la estrategia prevaleciente de dejar que cada uno haga lo que quiera y que se imponga una conducta profesional, y también que se designen moderadores sólidos para los seminarios y las conferencias que apliquen las reglas, alcen la voz cuando los colegas crucen la línea y modelen un comportamiento apropiado para los estudiantes.
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Al menos, podemos hacer una autorreflexión para monitorear nuestras propias acciones dentro de nuestros departamentos y otros ambientes profesionales. Casi la mitad de las economistas mujeres dicen «no haber hablado en una conferencia o durante una presentación en un seminario para evitar un posible acoso, discriminación o trato injusto o irrespetuoso». Si creemos que el talento y la habilidad están distribuidos de maneras iguales por género, entonces la profesión económica se está perdiendo muchas buenas ideas.
Al discriminar contra las mujeres y los grupos minoritarios subrepresentados, la disciplina económica también perpetúa un sesgo oculto en la recopilación de datos y análisis que impregna la formulación de políticas.
Los economistas suelen asesorar a los gobiernos en una variedad de decisiones que influyen en la vida de la gente y afectan las mediciones agregadas de bienestar, como el gasto de los consumidores, el crecimiento económico y la desigualdad de ingresos. Hasta hace poco, ese papel de asesoramiento en Estados Unidos ha estado liderado exclusivamente por gente blanca y predominantemente por hombres.
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Cecilia Rouse, la recientemente designada presidenta del Consejo de Asesores Económicos del presidente Joe Biden, es la primera persona de color y solo la cuarta mujer en ejercer ese cargo. Rouse y sus colegas en el consejo han alterado la composición racial, de género e ideológica del organismo y han ayudado a virar el foco de la política económica de los mercados a los trabajadores en tanto Estados Unidos se recupera de la pandemia y hace frente a la injusticia racial y la desigualdad económica.
Como resultado de ello, Biden es el primer presidente de Estados Unidos en defender una opción de seguro médico público al estilo Medicare, el cuidado infantil como parte central de la infraestructura nacional y un salario mínimo federal de $15 por hora.
Al entender los sesgos de género y raciales dentro de nuestra propia profesión, los economistas podemos reformular los acuerdos institucionales y desarrollar un ambiente profesional que nutra la representación de las mujeres y de la gente de color, y garantice la libre expresión de ideas para todos sus miembros. Para abordar las cuestiones más apremiantes de la sociedad, la economía debe garantizar que se puedan oír las voces de cada uno.
La autora es profesora adjunta en la Universidad Northeastern.
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