En 1791, Haití, una nación de esclavos, se adelantó al resto de la región para lograr la independencia. Pasados 21 años, también tomó la delantera en la adquisición de una deuda externa impagable, cuyo peso la sumiría en la miseria hasta nuestros días. No la contrajo para construir infraestructura u ofrecer servicios, sino para “indemnizar” a los esclavistas franceses por la pérdida de su “propiedad”.
En los anales de la crueldad, pocas tragedias hay tan profundas como la haitiana. Un pueblo heroico, capaz de lograr lo que ningún otro había alcanzado en el sur del continente, pero incapaz de enfrentar a las cañoneras de la gran potencia, empeñada en exigir la compensación de “inversiones” hechas en los mismos seres humanos a quienes pasaban la cuenta por su libertad. Bajo constante amenaza, Haití pagó a los esclavistas y sus descendientes durante generaciones.
La suma resultó enorme. Solo el primer pago fue seis veces superior al ingreso del gobierno el año del arreglo, pero los bancos parisinos estuvieron felices de prestar lo necesario y dejar al país atrapado en una espiral de endeudamiento imposible de escapar. El banco Crédit Industriel et Commercial, financista de la torre Eiffel, controló los recursos del país hasta finales del siglo y, cuando llegó el momento, el conglomerado financiero de donde nació Citigroup desplazó a los franceses y adquirió la deuda.
Los estadounidenses no fueron más amables a la hora de custodiar sus intereses. La ocupación militar duró 19 años desde 1915 y The National City Bank of New York se dedicó a extraer la cuarta parte de los ingresos del país, con la convincente garantía de los cañones, el triste saldo de 15.000 muertos y mucha dictadura en el porvenir. En algunos años de la ocupación, los salarios y gastos de los encargados de controlar las finanzas fueron muy superiores al presupuesto destinado a servicios de salud para los dos millones de habitantes de aquel momento.
Los datos constan en un extraordinario reportaje a profundidad publicado en mayo del 2022 por The New York Times, cuyos periodistas se sumergieron en la historia oculta de los atropellos. Los expertos consultados consideran probable que, en ausencia de las crueles reparaciones, el ingreso per cápita de los haitianos en el 2018 podría haber sido seis veces superior, casi igual al de la vecina República Dominicana.
Fuera del maravilloso reportaje, mucho se puede aprender de la obra del mayor general Smedley Butler, ganador de dos medallas de honor y comandante de las tropas enviadas a Haití. El título War is a Racket (La guerra es un fraude) lo dice todo. Smedley no se anda con rodeos para describir, con profundo sentido crítico, los intereses financieros de Wall Street detrás de la invasión.
¿A qué viene todo esto? No sé, me asaltó la idea mientras leía sobre la conmoción causada por el arribo a Estados Unidos de humildes migrantes haitianos en procura de una oportunidad para ganarse el pan.
Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.