Es imposible generar nuevas oportunidades de empleo si no conseguimos la sostenibilidad de las finanzas públicas. Sostenibilidad que nos permita garantizar, también, educación, salud e inversión en obras necesarias para el desarrollo del país. Solo con un esfuerzo conjunto saldremos adelante. De otra forma, el déficit fiscal continuará creciendo.
La caída de los ingresos por la crisis fiscal del 2008 y 2009 desaceleró la economía, lo cual obligó al gobierno a incrementar los gastos e inversiones para mitigar el efecto social y económico. No obstante, ese aumento se hizo en gastos corrientes, mayoritariamente, que luego se convirtieron en fijos. Con el agravante de que en los siguientes 11 años el gasto primario llegó al 11,8 % del PIB en el 2007 y a un 18,4 % del PIB este año. El resultado es un déficit primario del 3,4 % del PIB y un déficit financiero del 7,4 %, que exigirá un financiamiento de ¢2,5 billones, o sea, hay que buscar ¢7.000 millones todos los días para sobrevivir.
En el 2019, de no tomarse medidas urgentes para frenar el alza en los gastos y obtener más ingresos, el déficit financiero podría llegar al 8 % y requeriremos un financiamiento neto de ¢2,97 billones, con gastos de ¢6,39 billones e ingresos de ¢5 billones y una deuda que alcanzaría el 58 % del PIB.
Si no corregimos los disparadores de los egresos (salarios, gastos financieros, pensiones y transferencias), entraríamos en una crisis sin precedentes. Es impredecible lo qué pasaría si no podemos hacer frente a nuestras obligaciones financieras.
Debemos como sociedad estar unidos para entrar en un vigoroso programa de austeridad. Caer en una situación de impago a los acreedores sería una debacle financiera peor que la de los años 80. El sacrificio ante esta realidad debe venir de todos y, en especial, de quienes más tienen, y así está planteado en la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas.
Requerimos transparencia fiscal y fortalecimiento de la gestión tributaria, capacidad del Poder Ejecutivo para coordinar y dirigir las instituciones públicas, quitar amarras e inflexibilidad. No podemos ordenar la casa con un Ejecutivo débil.
Los mandatos constitucionales o legales deben eliminarse porque le dejan al gobierno escasamente un 5 % para operar.
No puede ser que a pesar de que los artículos 176 y 169 de la Constitución Política mandan a tener finanzas públicas equilibradas hayamos llegado a la triste situación actual.
Remuneraciones. Para ningún funcionario del Gobierno Central debe ser una sorpresa reconocer que no puede aspirar a más aumentos porque no hay de dónde tomar recursos nuevos. Ningún paquete tributario será exitoso si se repite lo ocurrido en los últimos cinco años (2014 al 2019): pasamos de ¢1,98 billones en remuneraciones a ¢2,65 billones. Un incremento de ¢680.000 millones. Algo anda mal cuando solo en incentivos del 2014 al 2019 pasamos de ¢853.000 millones a ¢1,13 billones.
Algo hay que corregir en el Ministerio de Educación Pública porque gastamos ¢1,57 billones y el producto educativo no es competitivo a escala internacional.
¿Cómo se explica que invirtamos tantos recursos y no tengamos infraestructura, conexión a Internet y mediciones de calidad periódicas de los educadores? Va contra toda la lógica económica que no logremos reducir la pobreza y la deserción en secundaria habiendo invertido tanto dinero en educación.
El Fondo Especial para la Educación Superior (FEES) creció hasta alcanzar ¢496.000 millones y no se evalúan costos y beneficios por parte del sector productivo. Algo dramático debemos hacer para evaluar la productividad del gasto. Las remuneraciones en el Gobierno Central han crecido un 36 % per cápita en solo 10 años y eso es insostenible.
Pensiones. Veamos ahora el caótico sistema jubilatorio. Más de 17.000 pensionados reciben de dos a cuatro pensiones simultáneamente de regímenes públicos. Dentro de este grupo de pensionados hay quienes perciben ¢11 millones al mes. ¿Cómo es posible que no hayamos podido arreglar ese relajo? Sobre todo, cuando el 90 % de los pensionados de lujo jamás contribuyeron para tener derecho a tales cifras.
El 85 % de los trabajadores solo podemos aspirar, como máximo, a ¢1,5 millones al mes, aunque hayamos aportado más al Régimen de Invalidez, Vejez y Muerte (IVM). Hay que corregir los privilegios que permanecen en pensiones del Poder Judicial, el magisterio y regímenes especiales.
En el IVM, el aporte obrero es el 3,84 %, el patronal el 5,08 % y el estatal el 1,24 %. Quienes cotizan para el IVM se retiran a los 65 años, con el 60 % del salario promedio de los últimos 20 años. En el Poder Judicial, antes de la reforma aprobada recientemente, los empleados aportaban el 11 % de su salario y el Estado el 15,6 %, y se retiraban con un 100 % del salario de los últimos dos años a los 55 años de edad. Ahora se estableció un límite de ¢4 millones, pero hay un transitorio de 18 meses, y muchos se están colando.
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Quedan todavía 14 regímenes administrados por la Dirección General de Pensiones con 18.000 beneficiarios, quienes apenas cubren el 5 % de los aportes requeridos para soportar las pensiones. También están las de los expresidentes, quienes nunca cotizaron y debe ponerse coto a ellas.
Por otra parte, los pensionados del Régimen Transitorio de Reparto (RTR) de la Junta de Pensiones del Magisterio cobija a los docentes que ingresaron antes de 1992. Los exprofesores de las universidades públicas reciben montos millonarios durante su retiro, para lo cual tampoco contribuyeron.
Como podemos ver, el capítulo de las pensiones es un exorbitante rubro de gasto público por resolver en el Congreso y el Ejecutivo. Todos los trabajadores debemos pertenecer a un solo sistema de pensiones.
El autor es ingeniero.