El sortilegio de Macron perdió su encanto. El personaje que despertó un optimismo improbable en la Francia periférica concentra contra él la rabia acumulada de abandonos. Las redes sociales que lo catapultaron sirven ahora para convocar su repudio.
Los mismos que lo apoyaron, 19 meses después lo rechazan. A los desamparos estructurales de la “otra” Francia se suman nuevos agravios despertados, esta vez, por el mismo Macron. ¡Vaya contraste de miserias y grandezas en un mismo personaje!
No fue con demagogia que se ganó la confianza de los franceses disconformes. Macron cumplió a cabalidad el ritual de un auténtico demócrata. Advirtió, como nadie antes, que el cambio anhelado nacería, muy bíblico, con dolor. Habló con la verdad. Ese coraje político le granjeó una credibilidad que ningún presidente reciente ha tenido. Con ella pudo llegar al Elíseo y convocar al virtual aplastamiento de la oposición. Llamó a nuevas elecciones legislativas que le dieron mayoría en la Asamblea.
Con esa autoridad, se comprometió a mantener su curso, pasara lo que pasara. Nada parecía capaz de detener la fuerza de ese impulso transformador, no solo en Francia, sino en Europa, que recibía de su fuerza un nuevo ímpetu de reforma. Todo debería pensarse de nuevo, todo debería cambiar.
Francia necesitaba reformas largamente aplazadas. Europa, también. Macron las emprendió desde el primer día, con una precisión técnica digna, sin embargo, de mejor tacto.
El comienzo. Desde el inicio, impulsó fuertes reformas para fomentar la inversión, generar empleo y fortalecer la abatida competitividad gala, amarrada, ella también, a la camisa germana del euro. Flexibilidad laboral y educación dual fueron sus primeros caballos de batalla.
Eliminó el impuesto a la riqueza y bajó las tasas corporativas. Para cumplir las directrices comunitarias de no pasarse del 3 % de déficit fiscal, contemplaba un congelamiento del gasto social.
Aseguraba que, con tiempo, quién sabe cuánto tiempo, los franceses verían un país transformado, empleos dignos y mejor calidad de vida. Igual hizo Renzi en Italia. Ahora, en Francia, se confirma la misma regla: la democracia es un sistema impaciente. El futuro es un concepto inasible, sobre todo, para los padecimientos del presente.
A la escasa paciencia popular se sumó la pobre inteligencia emocional de un gobierno, más tecnócrata que político. Simultáneamente, aumentó impuestos a los de abajo y disminuyó cargas a los de arriba. Pero tanto da el cántaro al agua que al fin se rompe. Corto se queda decir que su popularidad se precipitó al vacío. Contra Macron se levantó el movimiento social más poderoso desde Mayo 68.
Visto en retrospectiva, tenía que ser precisamente el impuesto al diésel el que despertara la ira de los nuevos sans-culottes. Esa tasa abrió una herida precisa y selectiva en poblaciones alejadas, donde el transporte público es escaso y los ingresos tan magros que todo aumento de costos de transporte es un rudo golpe. Hacerlo en nombre del cambio climático rebasó la paciencia. Evidenció la fractura entre las preocupaciones cultas de las élites y las angustias terrenales de las periferias olvidadas.
El símbolo. Con chalecos amarillos como bandera, no podían haber escogido símbolo más ilustrativo de su revuelta. De porte obligatorio, para elevar la visibilidad en la ruta, esa prenda representa ahora el movimiento de los que no quieren dejar que siga invisible su abandono.
Dejaron claro ese reclamo. El chaleco amarillo es ahora símbolo internacional de las masas invisibilizadas por los lados oscuros de un progreso económico que les pasa de lejos. Como otras veces, Francia vuelve a ser termómetro del descontento universal.
Eso puede explicar la furia de la periferia, pero no el masivo apoyo del 80 % de la población francesa. Tampoco por qué las primeras concesiones no fueron suficientes. Eso nació del seno de un presidente que olvidó que la política es, al fin y al cabo, un oficio con sus propias exigencias de habilidades, por mucho que se desprecie a quienes la ejercen. Desdeñó mantener vivos sus vínculos con la Francia del traspatio que prometió atender primero.
Los numerosos jóvenes de la mayoría parlamentaria de Macron, seleccionados por credenciales académicas, entienden todavía menos que él la cesura territorial y cultural que divide a los franceses. Hasta una semana antes del levantamiento, presentaban el impuesto al diésel como una tasa ecológica necesaria. Frente a la tormenta conjurada por ellos mismos, convertidos en aprendices de brujos, el primero que tiró la toalla fue François de Rugy, ministro de Ambiente, que se confesó impotente. Las poses mayestáticas de Macron fueron leña para el fuego.
Ningún partido, ninguna corriente, ningún personaje se atreve a asumir la carga de los nuevos cahiers de doléances, listas de miserias que las regiones de Francia espetan a París, como en vísperas de la Revolución francesa.
Son problemas estructurales de una globalización sin brújula política. Mientras el desarrollo económico, social y cultural les pase de lado a las regiones perdedoras, las esperadas glorias de Versalles tendrán que seguir esperando.
Errores. Ahí está la falla tectónica de las reformas de Macron. Sus propiciadas inversiones arriesgan seguir dejando por fuera las pequeñas comunidades rurales que hoy conocieron el fuego de la protesta. El aumento en el salario mínimo, los bonos de fin de año y las horas extras sin cargas sociales, al tiempo que “italianizan” el presupuesto francés, atañen, especialmente, a quienes ya gozan de empleo, en las grandes ciudades.
Eso no atiende las necesidades de desarrollo territorial equilibrado cuyas falencias despertaron la furia adormecida de los franceses.
Europa no está de fiesta. Amenazas populistas levantan cabeza con un brexit tormentoso y un liderazgo alemán debilitado por la partida de Ángela Merkel. Las expectativas de reforma en la Unión Europea languidecen, ahora, con el alicaído embrujo de Macron.
La autora es catedrática de la UNED.