Allá por la década de 1950, en la Meseta Central, los últimos días de diciembre se disfrutaban así: el 24 y el 25 se dedicaban a los niños, y conforme avanzaban los días llegaba el turno de los mayores.
La noche del 24 era famosa por las visitas a la avenida central de San José para, estrenando ropa, “ver ventanas” llenas de los más novedosos juguetes, lanzar confeti a diestra y siniestra y regresar a la casa a esperar la llegada del Niño Dios, quien, en la Nochebuena, traía regalos (no se conocía nada de Santa Claus, Papá Noel ni san Nicolás).
Al día siguiente, se asistía a las fiestas de “plaza Víquez” (plaza Cleto González Víquez, en San José, cerca del Liceo de Costa Rica). Se disfrutaban la rueda de Chicago, el tobogán, los caballitos, el algodón de azúcar, los tamales, el pozol y los tacos mexicanos, entre otros. No se vendía, entonces, comida china.
Toda la familia disfrutaba el tope que tenía lugar alrededor del 28 de diciembre, fecha en que los periódicos publicaban lo que hoy llamarían fake news; el equivalente a: Nicolás Maduro renunció, ahora vive en Alajuelita y maneja la cazadora número 9, también conocida como “el Nance”.
Las celebraciones del 31 de diciembre siempre tuvieron como destinatarios a los mayores. El asunto iniciaba con una visita a la plaza de toros, en plaza Víquez (a la cual se llegaba fácilmente con solo seguir el olor a orines), o al quiosco del parque Morazán, donde tenían lugar bailes gratuitos con famosas orquestas del país.
Cerca de las 10 de la noche (cuando el servicio de buses cesaba) la gente retornaba a sus pueblos y en alguna casa se reunían a conversar con el acompañamiento de unos traguitos: highball (whisky con soda y hielo, servido en un vaso alto) los que tenían más cinquitos; guaro de caña con limón y coca-cola o champaña doméstica (mezcla 50-50 de cerveza Traube fría y vino de naranja de la Fábrica Nacional de Licores) los de presupuesto más limitado. Los bocadillos eran bizcocho, pejibayes con queso Turrialba, empanadas de carne, gallos de salchichón, picadillo de arracache con chicasquil. Muchos bailaban.
Poema. Conforme se acercaba la medianoche, la atención se ponía en una cierta estación de radio que se sintonizaba en el centro del dial (creo que Atenea, del empresario y poeta R. Sotela), que tradicionalmente para esa fecha transmitía El brindis del bohemio, un poema muy gustado del mexicano Guillermo Aguirre y Fierro, que detalla un brindis de seis amigos, bohemios todos, que con whisky y ajenjo “celebraban entre risas, libaciones, chascarrillos y versos, la agonía de un año que amarguras dejó en todos los pechos y la llegada, consecuencia lógica, del feliz Año Nuevo”.
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Brindaban por Europa, por sus mejores momentos y por la esperanza. Brindo, dijo uno llamado Raúl, “por mi pasado, que fue de luz, de amor y de alegría, y en el que hubo mujeres seductoras y frentes soñadoras que se juntaron con la mía”.
¡Bravo! Yo brindo, dijo Juan, “porque en mi mente brote un torrente de inspiración divina y seductora, porque vibre en las cuerdas de mi lira el verso que suspira, que sonríe, que canta y que enamora”.
Se brindaba por todo: “por la patria, por las flores, por los castos amores que hacen un valladar de una ventana, y por esas pasiones voluptuosas que el fango del placer llena de rosas y que hacen de la mujer la cortesana”.
Solo faltaba el brindis de uno. Faltaba el de Arturo, “bohemio puro, de noble corazón y gran cabeza; aquel que sin ambages declaraba que solo ambicionaba robarle inspiración a la tristeza”.
Ofreciendo disculpas por diferir de lo proclamado por sus amigos, Arturo brindó por la mujer, mas “no por esa que os brinda sus hechizos cuando besáis sus rizos”. Lo hizo por una, “por la que me brindó sus embelesos y me envolvió en sus besos: por la mujer que me arrulló en la cuna”. Por la que le enseñó de niño lo que vale el cariño, y que le “dio en pedazos, uno por uno, el corazón entero”. Y continuó con bellas alabanzas a su madre. “Dejad que brinde por mi madre ausente”.
Añadidura. Y, de alguna extraña manera, al poema del mexicano Aguirre y Fierro el declamador de la radio agregaba, como dicho por Arturo, el final de un poema gaucho que dice: “Yo juzgo el beso a mi manera, y que a ninguno de ustedes mal le cuadre, que pa’mi, pa’mí, no hay un beso, no hay un beso que más el alma taladre, que cause más ardor, que’l que se da con dolor al cadáver de una madre”.
Para entonces, las agujas del reloj marcaban la medianoche. Afuera, alegremente repicaban las campanas del templo y explotaban bombetas. Dentro, y en contraste, la radio se apagaba y en la sala solo se escuchaban sollozos, llantos y el sonido que producía la discreta aspiración de mocos.
Unos quince minutos después alguien se atrevía a, en voz alta, desear a sus amigos un ¡feliz Año Nuevo! Y a partir de ese momento, uno por uno, o en parejas según el caso, regresaban a sus casas los fieles celebrantes.
El autor es economista.