“La peor seducción del Mal es la provocación al combate”, escribió Kafka, quien, en el barrio judío de Praga, donde los suyos habían tenido que inventarse al gólem para ahuyentar a los matones, aprendió el rasgo distintivo de los Goliats vociferantes: nunca se callan.
Como el gorila, que se golpea el pecho mientras acompaña sus gritos con la exhibición afectada de sus dientes, o como Millán-Astray, con sus arengas y rígidos ademanes ante el rector universitario, están dispuestos a vencer sin convencer, porque lo que les falta de razón y distinción les sobra de testosterona e intransigencia pueril.
Mucho de eso vemos en la comunicación política actualmente, en esta, que no en vano Gideon Rachman llama “la era de los hombres fuertes”. Y pienso que ahí, en el estudio de la evolución de la comunicación política como conjunto de prácticas profesionales, pueden encontrarse claves valiosas para comprender tanto ruido insustancial, carente de ideas, pero no por ello menos agobiante y corrosivo de los pilares cívicos de nuestras democracias.
Cuando empecé a estudiar formalmente comunicación política y marketing electoral, en el 2011, el libro de moda era Storytelling. La máquina de fabricar historias y formatear mentes, de Christian Salmon. Escrito en el 2008, recorría el arco que se abría desde Reagan hasta Obama, mostrando cómo, en el mundo de la publicidad en general y de la comunicación política en particular, estaba en boga el arte de contar historias para construir en las audiencias las representaciones mentales deseadas, incluidos sus componentes ideológicos.
Ya en la primera campaña de Eisenhower se marcó la tendencia hacia la adopción de técnicas de marketing comercial en la propaganda política, proceso que tomó una deriva de crispación creciente bajo el estridente liderazgo de Newt Gingrich y que luego trasplantó esa lógica polarizadora al periodismo, en la figura de Roger Ailes, fundador de Fox News, aparte de acosador sexual y consultor de presidentes republicanos desde Nixon hasta Trump.
Pero es durante el gobierno de Reagan (decidido a domar a esa prensa que había sido tan dominante sobre Nixon, Ford y Carter) que la figura del spin doctor se volvió central en la gestión política, convertida, a su vez, en campaña permanente. Campaña en la que los relatos sustituyen tanto a los argumentos como a los hechos, y en la que los ciudadanos, arrullados por conmovedoras parábolas, pierden la capacidad de deliberar.
En los años siguientes, Clinton y Karl Rove perfeccionaron la técnica. Y así llegamos hasta la victoria de Obama en el 2008, formidable storyteller que, no en vano, acabó siendo contratado por Netflix para dedicarse a ello.
Clima emocional
Sin embargo, tras la crisis financiera, Scheherezade perdió su encanto. En el 2019, el mismo Salmon publicó La era del enfrentamiento. Del storytelling a la ausencia de relato, en el que da cuenta del cambio operado en EE. UU. y en buena parte de las democracias occidentales, en las que ya los relatos cursis, inspiradores, heroicos y ejemplarizantes, tipo Dolores Argentina o Ashley’s Story, ni siquiera captan la atención de las audiencias descreídas, y en las que la fórmula ganadora pareciera ser, ahora, la confrontación, la transgresión, la denigración sin contemplaciones, el discurso caótico y el giro impredecible, precipitando la esfera pública a lo que él llama “espiral del descrédito”.
Un tipo de comunicación a tono con el clima emocional de los tiempos y con su ecosistema mediático. La época, dice Francois Dubet, de “las pasiones tristes”, de la frustración, la resignación y el resentimiento. Emociones que no obedecen solo, ni principalmente, al aumento de la desigualdad, sino a su diversificación e individualización.
El esquema de desigualdad por clase social de la sociedad industrial, estable y legible, fue reemplazado por una pluralidad, en constante crecimiento, de diversos tipos de desigualdades que, como a prácticamente todos nos alcanzan, en una combinación e intensidad variable, producen en cada cual una experiencia diferenciada de la desigualdad, que ahora debe gestionarla solo, como buen empresario de sí.
La única “compañía” de ese individuo aislado es su pantalla táctil. Partidos y sindicatos ya no son necesarios ni adecuados para la expresión de la indignación personal, precisamente por eso, porque es personal, o, mejor dicho, personalizada, como el perfil de las redes sociales de cada uno. Espacios de interacción gestionados desde esas prótesis cognitivas en las que hemos externalizado nuestro tercer cerebro (conectado al que llevamos dentro del cráneo y en el estómago), que compulsivamente desbloqueamos cientos de veces para ver qué nuevo hay.
No es de extrañar, por ello, que una actitud aprehensiva, de permanente estado de alarma, sea distintiva de nuestra época. En palabras de Franco Berardi: “Cuando el organismo es asaltado por una masa de estimulación informativa que no puede ser elaborada, cuando ya no es capaz de evaluar y distinguir de manera secuencial la información, puede entrar en un estado de hipermovilización y disgregación de la conciencia que podemos llamar pánico”. El miedo, que ya de por sí impide pensar con claridad, al incentivar esa actitud “parada de uñas”, expectante, dificulta la reflexión sosegada.
Movilizar contemporáneo
Martha Nussbaum, que lleva 30 años estudiando la relación entre las emociones y la política, tituló su último libro La monarquía del miedo. Miedo que, dice, trunca las posibilidades de convivencia constructiva entre las personas. Una emoción egocéntrica que nos pone en modo “sálvese quien pueda”, y por eso es una de las emociones más asociales que existen.
Peor aún, el miedo siempre necesita culpables. Es nuestra forma más económica de gestionarlo: construyendo enemigos. Esto no ha pasado inadvertido para los populistas. Saben que, como explica Peter Sloterdijk, en nuestras sociedades desencantadas, a las que se les han expropiado sus tradicionales “bancos de ira”, utopías, cruzadas y revoluciones, a la gente solo puede aglutinársele, aunque sea espasmódicamente, mediante el estrés, el movilizador del que hoy se sirven los mercenarios a sueldo de los Putin y los Bukele.
Gobernar no sabrán, pero sí excitar pasiones y canalizar afectos. No les interesa convencer a los opositores, sino activar a los partidarios. Saben que, erigida la incredulidad en creencia absoluta, es la osadía de negar verdades y consensos asentados lo que deslumbra a la fanaticada furiosa.
Por eso, ni su evidente torpeza ni su chabacanería les mina el respaldo popular. Sus electores, lejos de censurar sus vejaciones, reconocen en ellas su propia cólera y piden más. Fundamentan su credibilidad en el descrédito del sistema y rentabilizan la celebración de lo inapropiado, la incompetencia, la incultura y la descortesía.
No buscan compartir propuestas, sino acelerar la velocidad de los impactos comunicativos a tono con la inenarrable arritmia de los acontecimientos; no suscitar la empatía, sino la antipatía; no la pertenencia, sino la división; no la continuidad, sino la ruptura.
Como son las afirmaciones más groseras y los rumores más absurdos los que, como una epidemia, se viralizan más rápido por las plataformas digitales, estos líderes políticos tienen menos incentivos para lo que tradicionalmente les granjeaba más estima —resolver problemas—, que para crear conflictos. Conflictos que se suceden uno tras otro sin que, en realidad, importen mucho más que para mantener la atención, o, mejor dicho, la distracción.
El viejo arte del ilusionista: llevar nuestros ojos hacia donde, realmente, no está pasando nada, para que el lugar donde está ocurriendo todo pase desapercibido.
Metáforas
Dos metáforas me parecen muy adecuadas para describir esta performance. Una es la lucha libre, analizada por Roland Barthes (y aplicada a Trump por Judd Legum). Una “lucha” que no es lucha. Un fingimiento sobreactuado, un espectáculo excesivo en que el público consiente en ser engañado para emocionarse: “No importa que la pasión sea auténtica o no. Lo que el público reclama es la imagen de la pasión, no la pasión misma. Nadie le pide a la lucha libre más verdad que al teatro”, dice Barthes.
No hay un ring, sino un trampantojo. Más que un cálculo estratégico para lograr la victoria, hay un esmero estético por poner en escena el caos que capture la atención del espectador. El alma de la escenificación, concluye el semiólogo francés, es la idea de “saldar cuentas”, el “haz que las pague”, “una justicia finalmente inteligible”.
La otra metáfora, acuñada por Giuliano da Empoli, es la del carnaval. Desde la edad media, debido sobre todo a su componente de escarnio, esta fiesta permite derrocar simbólicamente las jerarquías entre lo noble y lo vulgar, para el desahogo de “un sentimiento profundo e incontenible” que arde bajo los rescoldos de las normas de urbanidad.
Los tontos se volvían sabios y la realidad, fantasía. Una supresión festiva, y a veces violenta, de las precedencias y dignidades, en la que el límite entre la dimensión lúdica y la política siempre fue frágil. Para Da Empoli, los troles en las redes sociales son los nuevos polichinelas y el anonimato, la máscara.
Más importante que saber identificar la farsa es discernir su objetivo, que, para mí, trasciende las ambiciones del sujeto de turno en el poder: romper la comunidad política. Impedir la conversación y el entendimiento, el uso de la razón y la empatía. Drenar a las personas su agencia política, su capacidad para actuar colectivamente, con lo cual quedan reducidas a unidades de producción y consumo sometidas a fuerzas que las superan y dominan. Reducir la polis a aglomeración de gentes y a la clase media a mano de obra precarizada y agradecida por tener “trabajito” y poder volver de él a la casa sin que lo maten.
El autor es abogado.