Por mayoría, el 18 de junio, la Junta Directiva decidió proseguir con la idea, sin un diagnóstico sólido capaz de generar un proyecto empresarial viable; como si bastara medir el pulso de un paciente agitado para prescribir una operación a corazón abierto. Además, desconoció algo elemental en cualquier diseño de negocios: determinar sus implicaciones jurídicas y tributarias.
La primera de estas dos liebres ocultas no tardó en saltar: el 29 de agosto, la Dirección Jurídica, a la que no se le consultó de previo, rechazó la propuesta, por inviable. Este martes, ante una comisión legislativa, su director, Gilberth Alfaro, la calificó de “raquítica... sin sustento, sin un criterio técnico, ni costos, ni una hoja de ruta”. Un segundo plan tuvo “planteamientos más sólidos”, pero propuso alianzas comerciales que la Caja, por ley, no puede suscribir. De nuevo, fue rechazado. Ahora está en estudio su tercera versión.
Como si fuera poco, el 25 de octubre el Ministerio de Hacienda soltó la segunda liebre: los beneficios fiscales de que disfruta la Caja solo se aplican a los bienes y servicios “útiles y necesarios para el cumplimiento de los fines propios de la seguridad social”. Por tanto, las eventuales ventas de medicamentos, equipos y servicios estarían sujetas al IVA, deberían retener el impuesto de renta derivado de ellas y activar un sistema de facturas para darles trazabilidad.
En síntesis: la alta dirección política de la Caja se lanzó a una aventura distorsionada, sin sentido, sin ruta, sin certeza jurídica, sin análisis fiscal y sin claridad sobre costos y beneficios. El caso, aunque único, es sintomático: refleja un agudo caos de gestión, que erosiona cada vez más a la institución y la capacidad de cumplir con sus mandatos.
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