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El discreto encanto de la indiferencia

Vivimos en un mercado de seducción, no de venta de bienes y servicios.

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No lo considero falta de originalidad. Me gusta trastocar a veces los títulos de películas fundamentales, como un homenaje a esas obras fílmicas que marcaron una senda de la conformación de mi identidad. Luis Buñuel, quien nunca abandonó su sesgo surrealista, ganó el óscar a la mejor película extranjera por El discreto encanto de la burguesía (1972), muy recomendable por lo macabramente divertido de su planteamiento.

Gilles Lipovetsky, el reconocido filósofo y sociólogo francés, ha pontificado que la sociedad posmoderna es aquella en la cual reina la indiferencia de masa, donde domina el sentimiento de estancamiento y reiteración, se banaliza la innovación y ya no existen ni ídolos, ni tabús.

En una simplificación odiosa, se puede agregar que casi todo lo que se venía gestando desde el Siglo de las Luces (mediados del siglo XVIII hasta el XIX) se ha ralentizado. En La Ilustración, existía una fe ciega en la razón. A través de ella se creía era posible asegurar el progreso de la humanidad. Al menos esa era la consigna.

Se rechazaba toda explicación sobrenatural del mundo, rompiendo de esta forma con la tradición y la religión. La nueva fe se depositó en la ciencia, en procura de lo útil y lo práctico, retornando a la naturaleza para desentrañarla.

Escaso conocimiento. Una simple y sincera constatación de la realidad cotidiana lleva a concluir, a priori, que las nuevas generaciones de humanos consumen mejor tecnología, pero ello no se traduce en mayor conocimiento.

El apilamiento de bienes o chunches no ha demostrado que trae consigo una dosis implícita de felicidad duradera, sino lo opuesto, desde su fabricación los objetos traen su fecha de caducidad y el germen de la obsolescencia, que a su vez genera ansiedad en el consumidor por la adquisición de la nueva versión del mismo producto en un ciclo temporal cada vez menor.

No pretendo una diatriba contra la sociedad de consumo; es así. Con la indiferencia de hoy frente a las ideologías tradicionales, surge la radicalización de ideas extremas como paliativas y consecuencia de la ignorancia generalizada.

Es más fácil vender proclamas como productos que capten la atención de grupos no particularmente pensantes, o bien, que hayan retornado a la religión, como un medio de confort temporal ante las adversidades terrenales.

Los líderes populistas conocen ese “mercado” masivo y medran en su beneficio con el descontento de las mayorías, sin ocultar siquiera que ellos mismos son elegidos por una autoridad indeterminada para llevar una vida de privilegios y riqueza.

Las buenas intenciones pavimentan la autopista de la supervivencia diaria de los menos afortunados.

Lo “cool”. El hundimiento de los ideales y la apatía es ahora ser cool, una manifestación más que la negación de los demás podría revestir al indiferente de un aura de importancia. Es decir, una dosis de micronarcisismo sin importar el lugar que se ocupe en la escala social. Esa forma de impostar es una manera de actuar en la posmodernidad para disimular el mar de vacío donde navega el cuerpo que modela el fingimiento.

Boris Izaguirre ha indicado que la moda permite comunicar sin palabras, por ello no es extraño que la piratería sea un negocio ilícito tan rentable. Hay falsificaciones muy parecidas al producto original y otras absurdas, casi ridículas, lo importante es captar un pedacito de cielo de estatus, aunque sea falso y claramente no corresponda a quien lo vista.

Sucede algo similar con la obsesión por la belleza física y la prolongación de la juventud, que escalan alto en el listón de los valores por perseguir para mantenerse vigentes en el campo del deseo, porque lo cierto es que vivimos en un mercado de seducción, no de venta de bienes y servicios.

Desde siempre he coleccionado libros, también me dedico a seleccionar espíritus nobles que ocupen cuerpos humanos para entablar amistad, el mejor requisito es que sean reactivos, nunca indiferentes.

El autor es abogado.

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