La viralización de los videos de gente desesperada en el aeropuerto de Kabul, intentando huir de Afganistán después de que los talibanes tomaron la capital y el presidente Ashraf Ghani abandonó el país, y la incesante difusión de otro que muestra a personas cayendo de un avión en un intento por ponerse a salvo, ameritan que nos detengamos a pensar cuál es la mirada que ve esas tragedias y de quién es ese sufrimiento, para evitar una indignación que surge porque las atrocidades suceden lejos de casa, en un país que llamamos extraño, a gente que encontramos también extraña.
Así, ver los reportes de Informativos Telecinco, la BBC o The New York Times, sobre el lúgubre futuro que se avecina para las mujeres en Afganistán, que habían adquirido derechos en los últimos veinte años de forma muy trabajosa, lo ilustra la más que probable prohibición de ir a la escuela, a la universidad o a trabajar; el borrado de las imágenes donde aparecen ellas en la vía pública; la imposición de burkas, que las encerrarán de nuevo; y los matrimonios forzados de las niñas.
Lo anterior nos expone a folclorizar dichas prácticas patriarcales como costumbres de bárbaros, excepcionales y muy ajenas, dejando de lado que los derechos humanos son responsabilidad de toda la humanidad, se rompan donde se rompan.
Lo que el grupo fundamentalista islámico está haciendo en Afganistán, y los ya cientos de fotografías que lo documentan, nos trae a la memoria las advertencias de Susan Sontag sobre aquello que hacemos frente al dolor de los demás y, en particular, su afirmación de que hay sufrimientos más fotografiables que otros.
Esto quiere decir que la gente con algún poder y habitantes de ciertos países tienen más posibilidades de sufrir en privacidad que los habitantes de las zonas marginadas económica o culturalmente, que verán más expuesto al público su dolor.
Dice Sontag que a los nuestros les damos la dignidad de no mostrar sus rostros, pero que, cuanto más lejos quede el país o más exótico nos lo imaginemos, menos nos importará mostrar su tragedia.
El asunto señalado por Sontag no es sencillo, porque nos enfrenta a una disyuntiva: mostrar, no obstante el riesgo de caer en el ensañamiento, o no mostrar, y dejar correr el silencio y la parálisis sobre la violencia.
¿Recuerdan la fotografía tomada por el fotógrafo sudafricano Kevin Carter de la niña sudanesa, desnutrida y peligrosamente cerca de un buitre? Luego se supo que era un niño de nombre Kong Nyong. ¿O la de la niña vietnamita Phan Thị Kim Phúc corriendo desnuda, huyendo de las bombas de napalm, tomada por el fotógrafo de nacionalidad vietnamita y canadiense Huynh Cong Ut? ¿Recuerdan haber conocido los nombres de las niñas? Estas y otras fotografías, algunas consideradas un montaje, despertaron una discusión fundamental sobre la miseria humana y su difusión.
Sabremos encontrar un balance para ver y gritar sin caer en el morbo y para no quedarnos solo en eso, en ver. Tendremos que hacernos cargo, hoy, cuando nuestra responsabilidad es más pesada gracias al acceso a las redes sociales, que ponen a la mano, en segundos y muchas veces en directo, el dolor de los demás.
Resolver qué hacemos cuando desde nuestra silla vemos a la directora afgana de cine Sahraa Karimi huyendo horrorizada; cómo entender e imaginar su dolor.
Existen algunas sencillas acciones para sumar a la mirada algún tipo de voz: firmar las campañas que circulan en las redes —como «Abrid las puertas a Afganistán y a las afganas»—, cuyo fin es contribuir a acabar con el horror, estudiar a fondo el problema para aportar al entendimiento de este y evitar simplificarlo.
También nos es posible generar discusiones informadas con quienes nos rodean: recordemos que el conocimiento siempre es un aliado formidable de los derechos humanos.
No perdamos de vista que, como afirmaba Tzvetan Todorov, nadie es intrínsecamente otro. El dolor del pueblo afgano no nos es ajeno. Hagamos algo para atender las palabras de Sahraa Karimi: «No se queden callados, vienen a matarnos».
La autora es catedrática de la UCR.