El histórico debate acerca de quién tiene la razón cuando se toman decisiones en el ámbito público en un mundo positivista lo ganó el que aportó pruebas para fundamentar sus argumentos. Así nació la evaluación del desarrollo, disciplina básica para saber qué tan bien lo estamos haciendo.
Desde su origen, en la década de los sesenta, la evaluación sobre el funcionamiento y los resultados de la gestión pública estuvieron marcados por dos condicionantes: el sesgo de la evaluación educativa y la preeminencia del enfoque cuantitativo y positivista.
La influencia de la metodología educativa de aquellos años obedeció a la premura con que tuvo que mostrarse la importancia de la evaluación, lo que llevó a utilizar métodos y técnicas del ámbito más desarrollado de la disciplina que era la educación. Por eso, todavía hoy en algunos espacios la evaluación es sinónimo de castigo.
El segundo sesgo fue dar más credibilidad a lo cuantitativo para respaldar las evidencias, lo que también se asociaba a la forma como se aplicaba en la educación. Una nota indicaba si un estudiante sabía sobre un contenido. Así se hacía en los programas públicos, se buscaba la forma de poner una nota y a partir de ella decidir si el alumno debía continuar o no.
Este papel clave de la evaluación como argumento para la asignación de recursos a programas públicos, nacido formalmente en Estados Unidos, tendría un significado muy especial sobre esta disciplina, y fue su asociación con la política.
Las iniciativas sociales del expresidente Kennedy a principios de 1960 contaron con una enorme resistencia de las bancadas republicanas que exigían mostrar que eran exitosas y valía la pena dedicar recursos públicos a ellas.
De esta manera, la evaluación, clave para mejorar la toma de decisiones, se convirtió en algo que debía preocupar a los políticos, pues no siempre los resultados iban a respaldarlos o ser positivos para quienes buscaban los votos.
La visión política relegó la evaluación a lo formal y normativo. Algunos le llamamos una “rutina” más por cumplir un requisito que por contribuir al aprendizaje con vistas al futuro y con ello fortalecer la calidad de las políticas públicas.
Introducción en el país
La evaluación del desarrollo tiene una historia corta en Costa Rica. En la década de los setenta e inicios de la de los ochenta se introdujo en el país como parte de las exigencias de la cooperación internacional con el propósito de tener una idea aproximada de los resultados de la ayuda.
Sin embargo, el auge de la nueva gerencia pública en el marco de las planes de ajuste estructural impulsó la toma de una serie de decisiones sobre el tamaño del Estado, programas públicos y el uso de los recursos, promovidas por los organismos financieros internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, no como resultado de una evaluación rigurosa de la situación, sino como parte de un paquete de medidas estandarizadas. Se acusó al Estado de ser ineficiente, y ese “diagnóstico” fue la base de las medidas que consideraron adecuadas.
A principios de los años noventa, se institucionalizó la evaluación del desarrollo tras la creación del Sistema Nacional de Evaluación (SINE) en el Ministerio de Planificación Nacional y Política Económica (Mideplán).
Fue el comienzo de la era de la formalización de la evaluación institucional. En ese mismo período, la Universidad de Costa Rica inauguró el posgrado en Evaluación de Programas y Proyectos de Desarrollo.
El SINE empezó con una fuerte asesoría chilena y luego con el aporte de la cooperación alemana, ya en este siglo. El Mideplán desarrolló capacidades técnicas y metodológicas para posicionar la evaluación como la herramienta que nos permitiría acrecentar la calidad de las políticas públicas; sin embargo, el poco espacio político que se le da al Mideplán dentro de las decisiones gubernamentales convirtió la evaluación en un ejercicio periódico y normativo.
Las evaluaciones que se salían de esta línea más institucional, como lo que en su momento se llamó la Agenda Nacional de Evaluaciones, no lograron ser posicionadas para tomar decisiones sobre el futuro del país y las transformó en ejercicios no esenciales, como diría el intelectual chileno Carlos Matus refiriéndose a la planificación en América Latina.
Proceso de sustitución
De esta manera, y en un país que abandonó las verdaderas políticas de Estado hace muchos años, la asignación de recursos, priorización de agendas y reforma del Estado no son producto de evaluaciones técnicas y metodológicamente sistemáticas ni poseen el rigor que la disciplina exige. Se han tomado al calor de compromisos políticos y, en algunos casos, debido a consideraciones normativas o de control.
Los grandes evaluadores pasaron a ser la Contraloría General de la República, las calificadoras de riesgo, la Secretaría Técnica de la Autoridad Presupuestaria, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos y el Fondo Monetario Internacional, entre los principales.
Lo que estas organizaciones efectúan no son evaluaciones que consideren el funcionamiento del sistema público. Se ubican en uno de los elementos y en esa posición sugieren cambios específicos basados en criterios engañosos, como las buenas prácticas y la estandarización.
Esta forma de evaluar, que más bien es una especie de auditoría o de estudios focalizados, pierde de vista el carácter sistémico de las decisiones en el ámbito público. El prospectivista francés Michel Godet lo denomina “el sueño del clavo y el riesgo del martillo”, que básicamente es suponer que todos los problemas se resuelven con las mismas soluciones.
Fundamentados en análisis de ese tipo, uno encuentra proyectos de ley, tales como fusionar instituciones, eliminar programas, romper convenios como el que se tenía con la Coalición Costarricense de Iniciativas para el Desarrollo o la Fundación Omar Dengo, que no son el resultado de una evaluación sobre lo logrado ni con miras al futuro bajo un diseño riguroso e intersubjetivo.
A falta de evaluaciones reales, se pone uno a pensar si en el futuro tales decisiones tomadas hoy tendrán un perjuicio irremediable. Ojalá volvamos a posicionar la evaluación del desarrollo como la base de conocimiento para tomar decisiones sobre la formación de las leyes y las políticas públicas; y entonces sí, con criterio y evidencia, podremos definir nuestra ruta de desarrollo.
El autor es doctor en Gobierno y Políticas Públicas.