A nuestra clase política le falta sobriedad. Excepciones hay, las más notorias y admirables, las 22 diputadas que son un faro de civismo, sobre todo por su último pronunciamiento conjunto.
Abundan, lamentablemente, campañas políticas cargadas de mentiras descaradas, de promesas sin intención de cumplirse, ardides para manipular las necesidades de la gente, ataques a los adversarios y denuncias falsas cuyo fin es, como la guerra de guerrillas, causar el mayor daño posible.
Una vez en el poder, la intoxicación de malas voluntades se traslada al lugar al cual debería llegarse para cumplir con un compromiso cívico, pero que, por el contrario, es tomado como terreno para continuar la caza de la banda enemiga.
De la Asamblea Legislativa, la Casa Presidencial y algunas instituciones públicas emanan excesos emotivos de quienes no saben contenerse, toma de decisiones para favorecer a alguien aunque afecte al país o por resentimiento, promesas olvidadas sin pudor, llamamientos a dañar a las autoridades y las instituciones, denuncias espurias mediante griterías y groserías televisadas.
En su interior, se nota un ambiente tenso, desmotivación y terror, donde quienes quedan en medio de las luchas están presos de una cautela excesiva, que mueve a medir cada palabra y acto, o a fingir, con risas y asentimiento, un acuerdo falso.
Instituciones donde todo el mundo demanda a todo el mundo y esparce chismes de diversa índole hasta hacer que, como me dijo una jueza internacional hace unos años, “la gente buena les deje la política a los cuerudos”, o, como me señaló una funcionaria, “un ambiente horrible, lleno de gente maldosa” les quita “la alegría de servir”.
A la clase política le hace falta aprender a gobernar sus emociones, como diría la filósofa española Victoria Camps.
En su publicación El gobierno de las emociones, se pregunta por qué es tan difícil que la ley moral dirija efectivamente nuestras vidas; por qué, entre las numerosas razones que condicionan la conducta, las éticas cuentan tan poco.
En su estudio, sostiene que la causa es que no somos seres únicamente racionales, sino también emotivos y que, para decirlo popularmente, no actuamos tanto guiados por el cerebro, sino por el corazón (o el hígado).
El aprecio por el comportamiento delicado y el rechazo del soez, la indiferencia o el malestar que conduce a actuar dependen, según Camps, de la sensibilidad con la cual la persona fue educada o la que se procuró de adulta por cuenta propia. Para ella, todos nuestros sentimientos son administrables debido a que son una construcción social.
Debemos atender la responsabilidad propia de esforzarnos por educar nuestro sentido moral, especialmente quienes se dedican a la política, no solo porque están a la vista todos los días dando un mal ejemplo, sino también porque las consecuencias de su incontinencia dañan al país.
Cada vez se vuelve más popular mostrar los afectos a flor de piel, como para dar a entender que si se habla con amargura y a gritos se es alguien de fiar.
Pero un diputado enojado no es necesariamente un diputado honesto. Una ministra que habla dizque popularmente, tampoco. Así como no lo es un político cuyo mayor aportación es elevar la montaña de odio que nos entierra.
La discusión de lo que debe constituirse en ética común, según Camps, nos enfrenta al desafío del cultivo para distinguir entre una cosa que será reprochable y otra que sabremos meritoria.
Un país como el nuestro, con dificultades para ello, donde no importa qué ni cómo se ejerza la presidencia ejecutiva de una institución pública, sino de cuál bando es, tiene debilidades para juzgar aquello que conviene o destruye al país.
En palabras de la filósofa, “conducirse bien en la vida, saber discernir, significa no solo tener un intelecto bien amueblado, sino sentir las emociones adecuadas en cada caso”.
Tiene que ver con la posibilidad de que nos indigne tanto el deterioro de nuestra clase política que ese sentimiento nos mueva a la acción o, por el contrario, que su declive solo nos genere indiferencia.
La educación moral de la que habla la filósofa no es fácil de adquirir, requiere un largo entrenamiento y mucha disciplina, empezando por la familia donde se nazca, el paso por la educación formal y la vida diaria durante la adultez, incluidos nuestros lugares de trabajo.
La delicadeza del comportamiento, para separar aquello que construye la vida colectiva de lo que la explota, es mucho más compleja que pequeños actos que se ven bien, pero no tienen hondura.
Para la filósofa, es central que las personas realicen buenos actos, pero primordialmente que tengan un alma sensible, manifiesta en la posibilidad de sentirnos involucrados —con rabia, tristeza, etc.— con lo que está bien y con lo malo, para lo cual es indispensable reconocer la diferencia entre uno y otro.
El entrenamiento para la sensibilidad moral pasa por lo que los griegos llamaron actividad contemplativa, que según Victoria Camps consiste en “aprender a admirar lo admirable y rechazar lo que no lo es (…), aprender a sentirse afectado por los objetos nobles y valiosos, por los comportamientos íntegros y justos”.
Se trata, afirma la catedrática emérita de la Universidad de Barcelona, de una disposición para que el bien y los deseos coincidan, es decir, para que deseemos lo bueno.
Para Camps, el gobierno moral no depende del conocimiento, sino de los sentimientos, y, por eso, considera fundamental educar para experimentarlos.
Desde mi punto de vista, inculcar la empatía hacia las desgracias ajenas, fomentar el amor por la literatura y otras manifestaciones artísticas, construir estilos de comunicación de verdadero diálogo y fomentar la socialización entre diferentes son clave.
Para cambiar hay que sentir que ese cambio es necesario, no basta con saber que lo es, afirma Camps; sin embargo, los sentimientos se aprenden a moderar con el uso de la razón.
De esta manera, la responsabilidad que tenemos en las familias y en los centros educativos de enseñar a razonar es esencial. Formarse para buscar y dar argumentos lógicos para sustentar lo que pensamos y deseamos hará surgir nuevas apreciaciones, menos destructivas.
De la ausencia de razonamiento y el imperio de la afectividad desbocada se sostienen los oportunistas para llegar al poder, de ese depósito afectivo, generalmente inconsciente, que despierta pasiones y mueve a elegir a quien promete sangre.
“Las creencias crean un mapa del mundo y los deseos apuntan a recorrerlo o, por el contrario, evitarlo”, afirma Camps, y agrega que sentimos y nos emocionamos de acuerdo con el entorno en el que hemos nacido y vivimos.
De los sentimentalismos, definidos por ella como la exposición de afectos sin guía de la razón, que se infieren de palabras como “compatriotas” o “pueblo”, se dibujan jaguares engañosos.
La regulación moral busca que la sensibilidad sea racional, apropiada, buena en el sentido de que contribuya al bien y la justicia, y conforma lo que ella denomina una comunidad de sentimientos, una puesta en común sobre aquello que, estando en nuestras manos hacer o evitar, nos concierne por encima de todo.
Nuestra clase política requiere una reflexión autocrítica sobre la ética y los deberes para con lo público, de manera que se coloquen sobre el camino de la buena gobernanza, aquella que se empeña en lo que concluya en el bien común.
La que considere, como afirmó la lideresa municipal Erika Linares, que aunque hemos pasado tiempos difíciles como sociedad, terribles pérdidas y retrocesos, una crisis de credibilidad en quienes nos gobiernan y problemas nacionales como inseguridad, desempleo, retroceso educativo y pobreza, sorprendentemente, sigue viviendo, mostrándose y surgiendo la esperanza.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.