Tal como el 16 de enero lo informó este diario, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) insistió en recordar su añeja proclama de desconocer a Israel. El acontecimiento, que los llevó a recordarle su posición al mundo es este: en 1995 —durante el gobierno de Clinton—, el Congreso estadounidense aprobó una ley que obligaba a trasladar a Jerusalén su Embajada en Israel y Trump ha iniciado la ejecución de esa vieja decisión. Como anotación al margen, valga recordar que hasta hace pocos años Costa Rica también tenía la sede de su embajada en Jerusalén, pues, como afirmaba Benjamín Núñez, defender a Israel era un ideal de la generación fundadora de la Segunda República.
Siendo Oriente Próximo epicentro de múltiples crisis internacionales en los últimos 120 años, explorar las premisas que fundamentan posibles soluciones al conflicto es siempre un sano ejercicio intelectual.
Para comprender mejor el conflicto en torno a Jerusalén, el asunto amerita analizarse desde un enfoque político-religioso. Veamos.
Centro religioso. Desde esta última perspectiva, Jerusalén es centro de gravedad de las tres grandes religiones monoteístas de la humanidad. Todas ellas con un patriarca en común: Abraham. Así lo considera el judaísmo, el islamismo y el cristianismo. Para los musulmanes, es padre biológico de Ismael, y de Isaac para los judíos. Ambos considerados ancestros de la gran mayoría de los descendientes que fundaron dichas culturas.
Para los cristianos, es considerado un padre simbólico de su fe, en tanto es el patriarca hebreo del mundo antiguo, al que, según la teología cristiana, Dios se revela con un plan para su pueblo.
Las tres tradiciones coinciden en que a Abraham le fue prometida por heredad la tierra de Canaán, que es la misma donde hoy se encuentra Jerusalén, la antigua capital del reino unificado de Judá e Israel. Como vemos, el padre Abraham y Jerusalén son el denominador común que une a las tres culturas monoteístas. Un punto de entendimiento entre palestinos y judíos debe partir de este elemento de unidad: ambos tienen un patriarca común asociado al territorio en conflicto.
Posición anti-Israel. Ahora bien, enfocando el tema desde la perspectiva estrictamente política, el problema cardinal es la premisa radical de la casta político-militar islámica, de que la única salida es la desaparición del Estado israelí.
Si parto del supuesto de que debo eliminar a mi contraparte, es imposible resolver pacíficamente un conflicto. Este es el objetivo existencial que consta en las cartas de principios de las organizaciones político-militares involucradas, tal como Hamás, Yihad Islámica Palestina, Fatah (espina dorsal de la OLP), con sus Brigadas de los Mártires de Al Aqsa, y Hizbulá.
En los esfuerzos por apagar las llamas de esa conflagración, dicha postura es un obstáculo que debe ser firme y constantemente censurado por los gobiernos mundiales con vocación civilista.
La tesis de que los judíos deben desaparecer de allí porque son “usurpadores y advenedizos” es tan absurda como negarle derechos de existencia al pueblo árabe que ocupa esas tierras. Existen innumerables pruebas arqueológicas e históricas que demuestran la existencia del pueblo judío como nación ancestral con raíces en aquel territorio.
En este punto, está claro que pretender negar esta realidad, la existencia histórica del pueblo de Israel asociado a su raíz en el Oriente Próximo, resulta tan cínico y malintencionado como sucede con quienes pretenden negar el genocidio de la Segunda Guerra Mundial.
Verdad documentada. La ancestral nación judía es una realidad histórica asociada a Jerusalén. Negar esa verdad tan sobredocumentada solo lo justifica la mala fe o la simple incultura. Amén del hecho de que, ante la vasta geografía musulmana del Oriente Próximo, recordar la irrelevancia del tamaño de Israel, Estado más pequeño que El Salvador, desacredita el clamor de aquellas corrientes de la esfera islámica que aspiran a que Israel desaparezca. De hecho, con relación a toda la región, ella representa apenas un sexto del 1 % (1/625).
Por ser Jerusalén un centro de gravedad religiosa de las tradiciones monoteístas, otro principio de paz es que dicha ciudad debe estar bajo la jurisdicción de un Estado celoso en garantizar la libertad de conciencia y de culto. Tal libertad debe ser consustancial a la existencia de la ciudad. E incluso, si así contribuye al sostenimiento de la paz, debe resguardarse la posibilidad de que los lugares santos estén custodiados de forma alternada por distintas denominaciones dentro de una misma religión, como sucede con la basílica del Santo Sepulcro de Cristo, que está en administración alternada por cristianos armenios, católicos y ortodoxos.
Para ello, ante todo, debe existir un Estado sustentado en valores constitucionales que amparen la libertad de culto y de conciencia. Y en este sentido, los occidentales debemos reconocer que Israel es un Estado que ha demostrado ser el único garante de esa libertad.
A los hechos me remito: es el único país en el Oriente Próximo donde la población que abraza creencias diferentes ha crecido. Solo cito un ejemplo: allí, la población cristiana se cuadruplicó, mientras que en el resto de esta área geográfica las convicciones disidentes son proscritas hasta su extinción. Aunque Israel protege los valores espirituales del judaísmo, es un régimen constitucional respetuoso de otros cultos y de la libertad de conciencia. Es un Estado de sana laicidad, pero no practicante de esa peligrosa vocación “laicista” enemiga de la fe.
Una democracia. De hecho, en la gran extensión político-jurídica del Oriente Próximo, dominado esencialmente por emiratos, sultanatos, reinos y teocracias, Israel es el único Estado cuya filosofía política se sustenta en los valores del constitucionalismo democrático. Una democracia parlamentaria, regida por un sistema de frenos y contrapesos, con una debida separación de poderes y sufragio universal en un sistema de pluralidad de partidos.
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Allí, las mujeres tienen las mismas condiciones de libertad y participación política que los hombres, y aunque esto en Occidente nos parece inobjetable, contradice abiertamente las condiciones de la mujer en la gran mayoría de los reinos de la región.
El Estado hebreo se estableció en 1948, y a partir de ese momento la hostilidad del mundo árabe se tradujo en varias guerras y múltiples agresiones. Pese a ello, Israel concede nacionalidad a los árabes que habitan en su territorio, les otorga libertad de voto y participación política. Derecho que les niegan los reinos árabes a sus propios habitantes, por ser la mayoría de ellos monarquías cerradas. En fin, logros que amerita aquilatar.
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El autor es abogado constitucionalista.