Emprendí mi ordalía por agua en el parque de San Pedro de Montes de Oca, con la meta de llegar hasta el centro comercial Plaza del Sol, demostrando mi inocencia. Como en la Edad Media, los términos del viaje eran implacables: permanecía fuera del agua o llegaba empapada con líquidos putrefactos de las alcantarillas malolientes.
El escenario no nos permitía mucho optimismo, ni a mí ni a los otros transeúntes que nos habíamos aventurado a la calle, desprevenidos, bajo aquel aguacero tempestuoso, con una rayería que nos obligaba a buscar refugio cada seis pasos.
El camino estaba lleno de agua que caía desde arriba, brotaba de las aceras rotas y salpicaba desde los costados, debido a los conductores zafios que, viendo a sus víctimas al alcance, arrimaban sus vehículos lo suficiente para provocar, con el rápido paso de sus llantas, una ola marrón que lo cubría todo.
Íbamos con nuestros cuerpos, mochilas y sombrillas sorteando la ausencia de aceras, o su presencia quebrada y colmada de peligrosos huecos ocultos por el fluido sucio.
Sorteando pozos
Los ríos que debemos navegar quienes caminamos por nuestras ciudades deben su origen, principalmente, al mal diseño del alcantarillado o a su deficiente mantenimiento. A la altura del Banco Popular, mientras me protegía de un rayo, advertí que una mujer intentaba, en vano, continuar por la acera sin mojarse; resignada, se zambulló en la acequia.
Advertida por su mala suerte, avancé con cautela. Un señor, al mismo tiempo y con las mismas intenciones, me miró y esperó. Entonces, un poco por la experiencia observada en la mujer anterior y otro tanto por orgullo, me las ingenié para asirme de las varillas que sostenían un rótulo, no sin antes asegurarme de que no se trataba de un terciario. Levantando mi cuerpo con su propio peso, me impulsé lo necesario para aterrizar al otro lado, donde el agua no formaba pozos.
Atrás dejé al transeúnte, pensativo, dirigiéndome una mirada cómplice de admiración.
Dicen quienes han estudiado las calles que existe una relación entre estas y lo social. La teórica canadiense del urbanismo Jane Jacobs, en su libro Muerte y vida de las grandes ciudades estadounidenses, sostiene que las calles son esenciales para la salud y la convivencia segura de la ciudadanía, como la vía principal en la esfera pública para la socialización y la conexión social. Por ello, defendía su uso peatonal, la participación ciudadana en su gestión y el respeto de la escala humana en sus diseños.
Es decir, calles que se adapten física y psicológicamente a las personas, que faciliten su movimiento, sean fáciles de navegar, confortables, seguras y que integren la cultura local.
Espacios democráticos
Las nuestras, está visto, atentan contra la gente, hacen su tránsito peligroso, grosero e incómodo, de forma que terminan expulsándola, a excepción de algunos espacios que se han venido acercando a las personas, como ciertas vías peatonales y algunos parques que, temporalmente durante las ferias, se vuelven amigables.
Por su parte, el sociólogo alemán Jürgen Habermas planteó que los espacios públicos son fundamentales para la discusión democrática y la producción de opinión pública. A semejanza del ágora griega, plaza pública que era el corazón de la vida social, política y comercial, las nuestras despiden rápidamente a quienes las visitan, tornando inviable la tranquilidad y el espacio necesarios para la reflexión. Tal vez algunos de los cafés que se están poniendo de moda, al estilo de Escalante, Los Yoses y Dent, puedan ser el sitio donde el diálogo se dé, con el problema de que no cualquiera puede pagar por estar ahí.
También, el filósofo francés Henri Lefebvre afirmaba que los espacios públicos no son escenarios pasivos, sino el resultado de relaciones de poder y de interacción social. Así, el diseño de nuestras ciudades manifestaría una jerarquía donde los carros y los negocios ocupan la torre y la ciudadanía, el último peldaño. Dejaría ver, asimismo, la desidia de la clase política y el uso del poder para el abuso.
En la Escuela de Chicago se desarrolló la idea de la influencia de la ciudad en el comportamiento social, que las calles, entre otros aspectos, fomentan el conformismo o la necesidad de cambio, según sus características, tales como su diversidad cultural, movilidad y densidad poblacional.
Las nuestras animan la agresividad, debido al apelotonamiento y a la ausencia de una cultura cívica que no regula los ruidos excesivos y los comportamientos violentos. Todo ello provoca la furia y no estimula el diálogo.
Caos para los peatones
Debemos entonces mirar con sentido crítico el estado de nuestras calles y la configuración de todas las ciudades, incluidas las normas de convivencia que se reproducen ahí.
La acongojadamente famosa violencia vial que experimentamos se refleja en el comentario que hizo un colega guatemalteco hace unos años: cuando llegó a Costa Rica, alquiló un auto, pero rápidamente lo dejó por miedo a lo violentos que son los conductores.
El irrespeto a los pasos peatonales nos obliga a esperar unos segundos después de la luz roja del semáforo para asegurarnos de que ningún conductor arrastre a alguien bajo sus ruedas con el fin de ganar tiempo. Son comunes las motocicletas que se atraviesan en medio de dos carros, o los vehículos encima de los ciclistas, y los ciclistas encima de los peatones.
Del triste estado de nuestras calles, del deterioro de la ciudad entera, de sus malos olores y calles desbordadas que se tragan a la gente por sus alcantarillas, como pasó recientemente casi frente a nuestros horrorizados ojos, podemos pedir cuentas a aquellos a quienes elegimos para que las custodien.
¿Qué somos y cuánto valemos para ustedes, como para que piensen que está bien tenernos andando en tales condiciones? Podemos preguntarles mirándolos a la cara.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.