¿Por qué estamos al borde del barranco? Porque a lo largo de la historia hemos irrespetado la Ley de la Ad-ministración Financiera de la República y Presupuestos Públicos (8131), donde dice claramente que no podrán financiarse gastos corrientes con ingresos de capital, y también la Ley para el Equilibrio Financiero del Sector Público (6955), del 24 de febrero de 1984, donde se señala que solamente pueden financiarse gastos corrientes con ingresos corrientes.
Tal ley nueva tampoco la van a respetar.
Ya no podemos llorar sobre la leche derramada, pero debemos hacer algo para frenar los crecientes gastos y cambiar la anquilosada estructura de nuestro Estado. Este año el gobierno va a gastar ¢9,3 billones, sobre todo para pagar salarios a los empleados públicos, y se financiará con un 56 % de ingresos corrientes y un 44 % con deuda interna.
El déficit financiero proyectado para este año, de no aprobarse la reforma fiscal, superará el 7,1 % del PIB.
Los inversionistas, por otra parte, están cobrando tasas de interés más altas y a plazos más cortos debido a las poco optimistas perspectivas macroeconómicas y a lo que dicen las calificadoras de riesgo.
El gobierno pretende una autorización de la Asamblea Legislativa para emitir eurobonos para bajar el costo de la deuda y quitar presión en el mercado interno, pero todo parece señalar que no será posible salir al mercado internacional mientras no ordenemos la Hacienda pública.
Solo si se aprueba la Ley de Fortalecimiento de las Finanzas Públicas, los inversionistas se tranquilizarán y reduciremos la presión que tiene la Hacienda pública para el servicio de la deuda. Es un hecho que mientras no haya una solución al déficit fiscal, los inversionistas no tendrán confianza y exigirán un premio en colones como en dólares.
Costa Rica está ante una grave crisis que requiere soluciones a corto plazo, antes de que se vuelva inmanejable. Crisis que exige sacrificios y decisiones políticas valientes, del gobierno y la oposición. No se vale seguir sin lograr un acuerdo político para lograr un texto fiscal viable. Los temas sensibles deben discutirse. El Ejecutivo y los legisladores deben estar conscientes de los costos financieros y sociales de prolongar más el debate de la reforma fiscal.
No se vale seguir con tácticas dilatorias, presentando miles de mociones para alargar la aprobación. Llevamos décadas posponiendo una reforma tributaria y el tiempo se acabó. Está claro que el gobierno debe presentar una propuesta de ahorro significativo en el gasto, de otra forma el equilibrio financiero no es sostenible.
El ajuste fiscal debe ser del 3,5 % del PIB, si queremos que no siga creciendo la deuda. No podrá el gobierno reducir los desequilibrios sin antes ordenar la estructura de salarios, los regímenes de pensiones, los pluses y las transferencias. El proyecto fiscal en discusión en el Congreso, difícilmente alcanza al 1,9 % del PIB.
Gastos. Es preocupante analizar cómo el déficit financiero ha crecido en los últimos cuatro años, al pasar de un 5,6 % del PIB en el 2014 a un 7 % en el 2018. Los intereses crecieron de un 2,56 % del PIB en el 2014 a un 3,83 % del PIB en el 2018. Los requerimientos de financiamiento internos crecieron de ¢792.916 millones en el 2014 a ¢2,58 billones en el 2018.
Es urgente reducir el gasto del resto del sector público, evaluar su competitividad y analizar su papel estratégico en nuestro actual modelo de desarrollo. También, debemos traspasar todas las utilidades de los bancos estatales, que actualmente tienen destinos específicos, para que Hacienda las utilice de acuerdo con las prioridades país.
También debemos cuidar mucho las finanzas de los municipios, pues, al igual que el gobierno, han disparado el gasto en remuneraciones y sacrificado las inversiones. Entre el 2008 y el 2011 los salarios y las plazas se dispararon, lo cual significó un crecimiento en remuneraciones de un 62 %, y los ingresos solo crecieron un 38 %.
Los municipios se han venido endeudando sin analizar bien su capacidad de pago. Instituciones como el Conavi, la CCSS, las universidades públicas, AyA, Recope, el ICE, y otras de los cientos de instituciones que hemos creado, vienen endeudándose sin analizar costos operativos, productividad y riesgos financieros.
Pocas instituciones públicas parecen estar conscientes de la grave situación financiera del país. No existe una voluntad clara de la necesidad de un programa de austeridad y de productividad. Después de todo, la ineficiencia la vamos a pagar todos los usuarios vía tarifas o sacrificio de la inversión.
Servicio de la deuda y gastos. El servicio de la deuda, es decir la amortización más los intereses pagados por los préstamos adquiridos dentro y fuera del país, creció de ¢2,1 billones en el 2008 a ¢6,3 billones en el 2018. Las remuneraciones pasaron, en solo tres años, de ¢6 billones a ¢9,3 billones. Las transferencias corrientes subieron de ¢3,38 billones (un 17 % del PIB) en el 2010 a ¢6,67 billones (un 19,1 % del PIB) en el 2018.
El servicio de la deuda es de ¢2,98 billones al año y el presupuesto en educación es de ¢2,66 billones, es decir, gastamos más en pagar por préstamos que en educación. Hoy solo tenemos gastos de capital de 1,6 % del PIB y mucho financiado con créditos externos. Este año habrá una disminución en el gasto de capital de un 20 % con respecto al 2017. Es posible que en el 2019 se contraiga más la inversión, por lo que cada vez exige más fortalecer las asociaciones público-privadas.
Todo parece indicar que aprobar la regla fiscal va a requerir votación calificada en el Congreso.
Incentivos. El gobierno no puede encontrar el equilibrio fiscal sino controla los incentivos salariales que hoy significan ¢1,12 billones. En el 2008 se gastaban ¢90 en incentivos por cada ¢100 en remuneración; hoy es ¢109 por cada ¢100. Desde el 2012, gastamos más en incentivos que en la remuneración básica.
En los últimos cinco años, con una inflación de un 8 % acumulada, crecieron las remuneraciones de ¢1,82 billones a ¢2,64 billones, un crecimiento de ¢820.000 millones. De 82.000 empleados que tenía el Gobierno Central en 1999 pasaron a 133.000 en el 2016.
Solo en el Gobierno Central las remuneraciones representan el 28 % del presupuesto y en el resto del sector público ascienden al 25,6 %.
Nuevos impuestos. No podemos pensar en aprobar nuevos impuestos si antes no ordenamos la estructura de gastos. No debemos seguir estrujando con más impuestos al sector productivo y a los costarricenses, sin ordenar el empleo público. La falta de rectoría ha generado más de 200 diferentes tipos de incentivos que disparan los gastos. No puede ser que existan tantas diferencias salariales entre empleados que desempeñan las mismas funciones. Hay que ordenar todo lo referente a anualidades, vacaciones, dedicación exclusiva, prestaciones, pensiones y centenas de pluses.
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Este país requiere que todos contribuyamos pagando los impuestos de acuerdo con los ingresos, pero no podemos seguir en la actual fiesta de incentivos y gastos públicos. La producción, el crédito al sector privado y el ingreso disponible se están contrayendo.
Por otra parte, el déficit fiscal y la deuda del gobierno continúan en aumento. ¿Adónde vamos a parar si esto sigue así? Ya la situación financiera es inmanejable y lo que va suceder es que pronto no alcanzará el dinero para pagar los salarios, las pensiones y las deudas, con graves consecuencias sociales y económicas.