A pesar de sus múltiples y documentados fracasos, el socialismo continúa siendo un credo que seduce a las masas. Tan solo veamos cómo en nuestro país más de 350.000 personas votaron en la última elección por un partido que proclama abiertamente su simpatía por el mafioso régimen socialista venezolano. ¿A qué debe su encanto una ideología que una y otra vez ha demostrado su irrefutable capacidad de empobrecer al ser humano?
En el 2005, el premio nobel de economía James Buchanan predijo ominosamente que el socialismo seguirá siendo popular en el siglo XXI, no porque sea más eficiente o justo, sino porque le permite a las personas evadir su responsabilidad individual. “La gente teme ser libre; el Estado toma el lugar de los padres”, advirtió.
Buchanan distingue entre el conocido socialismo paternalista –donde una élite pretende imponerles sus valores a los demás– con lo que él denomina socialismo parental, que es cuando la gente aspira a que el Estado tome decisiones por ellos. Lleva razón. Es una constante histórica que siempre hay individuos que buscan ejercer poder sobre otros. Pero para ser un movimiento popular, el socialismo también necesita de gente que aspire a ser controlada.
La clave, según el filósofo Bertrand de Jouvenel, radicaría en el hecho de que el ser humano no nace libre, sino dependiente. Llegamos a la adultez gracias a un prolongado proceso de dependencia en una red social primaria, que son los padres de familia. No sorprende, entonces, que muchas personas en su madurez encuentren difícil la transición hacia la libertad y lo que esta implica: responsabilidad.
El psicoanalista Erich Fromm llegó a una conclusión similar. Al encontrarse libre, el individuo “se halla solo con su yo frente a un mundo extraño y hostil”. Por eso busca restituir la seguridad perdida –a expensas de su libertad– estableciendo nuevos vínculos que reemplacen a la protección paternal. La autoridad del Estado llena ese vacío. Desdichadamente, si bien la decisión de una persona de someterse al socialismo puede ser individual, sus efectos son colectivos. Cuando una mayoría vota a favor de más control estatal, este abarcará a todos los miembros de la sociedad, incluidos quienes aspiran a vivir en mayor libertad. El problema, claro está, es que el socialismo no permite la exclusión voluntaria. Como dice el musical, “estamos todos juntos en esto”. O mejor dicho, estamos todos fregados.