Cuando el mundo cambia, también lo hacen sus paradigmas, o por lo menos así debería ser. El economista de Harvard Dani Rodrik planteó hace poco que, en lugar de globalismo, financiarización y consumo —los principios que subyacen al paradigma neoliberal en declive que ha predominado en las decisiones de políticas económicas de los últimos 40 años— se necesita un marco de trabajo que ponga énfasis en la producción, los empleos y el localismo. Rodrik llama “productivismo” a este naciente paradigma.
En momentos en que la polarización política aumenta en el mundo desarrollado, los rasgos centrales del paradigma del productivismo han encontrado apoyo en la derecha y la izquierda.
Pero hay más en este cambio de paradigma que lo que la narrativa de Rodrik concede. El productivismo es solo una parte de una transición más amplia y profunda que está tomando distancia de la obsesión neoliberal con la eficiencia, hacia uno nuevo que pone la resiliencia sistémica en primer lugar.
Para entender por qué un paradigma en particular se vuelve ascendente, tenemos que identificar los problemas de políticas a los que debe responder. Los supuestos del neoliberalismo acerca de la capacidad de los individuos de ajustarse a las crisis de comercio demostraron ser completamente poco realistas; los exponentes de esa doctrina fueron impermeables a sus consecuencias no previstas.
La liberalización del comercio fue buena para el producto interno bruto (PIB), pero la mayor parte de las ganancias en los países desarrollados se fueron a los ricos, mientras que los grupos ya vulnerables tuvieron que cargar desproporcionadamente con las pérdidas.
Durante muchos años los círculos políticos ignoraron las reivindicaciones latentes de esas comunidades, antes de que estas encontraran expresión en los movimientos populistas. Esa rabia es central para el creciente apoyo bipartidista a la agenda proempleo que describe Rodrik.
Efectos ignorados
La globalización económica redujo la desigualdad entre el mundo desarrollado y el mundo en vías de desarrollo, pero también aumentó la competencia geoestratégica, particularmente entre China y Estados Unidos.
La interdependencia se puede utilizar como un arma, pero el paradigma neoliberal ofrece poca orientación sobre cómo abordar inquietudes de seguridad, como la coerción económica y la fragilidad de las cadenas de suministro.
Como resultado, los gobiernos se están apresurando a crear herramientas anticoerción y recuperar la fabricación de semiconductores en sus territorios.
Puede que el paradigma neoliberal haya aumentado la riqueza, pero también elevó las emisiones de carbono, contribuyendo a la actual crisis climática. Sus partidarios no pudieron comprender que la eficiencia es deseable solo hasta cierto punto.
No es sostenible la eficiencia a corto plazo que maximiza la riqueza, pero al mismo tiempo socava el medioambiente y eleva la gravedad de las crisis que probablemente tengan que padecer las personas y comunidades.
Valor sistémico
El mundo se ha vuelto más riesgoso e incierto debido a las políticas neoliberales que exacerbaron las vulnerabilidades sociales, políticas, económicas y ambientales, y no están bien equipadas para responder a las crisis que ellas mismas ayudaron a causar.
Todo nuevo paradigma debe habilitar a quienes diseñan las políticas a abordar los conflictos distribucionales y políticos internos, así como la prolongada inestabilidad e incertidumbre globales.
Si bien el productivismo puede ayudar a dar respuesta a algunos de estos retos, no alcanza a ofrecer un marco intelectual general a la altura del énfasis del neoliberalismo sobre la eficiencia. Está más preocupado de las desigualdades sociales generadas por las políticas promercado y los resentimientos que las acompañan.
Recuperar la producción en los propios territorios y reconstruir infraestructura representan maneras de gestionar algunos de los riesgos causados por la interdependencia económica y el cambio climático.
Pero un paradigma que ponga la resiliencia en su centro daría respuesta a todos estos problemas de modo más profundo y con una aplicación más amplia. Sea que el foco esté en las comunidades, las economías o el medioambiente, la resiliencia representa un valor sistémico más importante que la eficiencia o la producción.
Se puede medir
Muchos definen la resiliencia como la capacidad de absorber shocks y adaptarse para poder seguir funcionando. Pero además es un concepto de sistemas, algo que se puede medir y diseñar.
Aleja el énfasis del análisis de políticas hacia fuera de las decisiones individuales y lo acerca a sus efectos a lo largo del tiempo sobre el sistema como un todo. Como tal, no alienta una atención excesiva sobre un solo indicador, como el PIB o los retornos a corto plazo, y fomenta un equilibrio entre diversificación y concentración, y entre independencia e interdependencia.
La eficiencia puede contribuir a la resiliencia si eleva los retornos y la adaptabilidad, pero no cuando empuja hasta el extremo de generar fragilidad sistémica.
De manera muy similar al productivismo, es demasiado temprano para visualizar un paradigma de políticas basado en la resiliencia completamente realizado. Pero el concepto ya posee una significativa reputación intelectual, habiéndose desarrollado a lo largo de numerosas disciplinas y aplicado en variadas áreas de políticas.
Es central para la adaptación al cambio climático, la administración en caso de desastres y el desarrollo sostenible. Los planificadores urbanos lo aplican para diseñar ciudades más capaces de resistir la inestabilidad climática. Los especialistas en el desarrollo lo utilizan para evaluar cómo las comunidades en riesgo podrían responder a desastres. La resiliencia también resuena en muchos especialistas en seguridad nacional y en círculos de negocios internacionales que prevén disrupciones de insumos o infraestructura críticas a causa de condiciones climáticas extremas o acciones hostiles.
El turbulento mundo actual necesita una prosperidad que pueda resistir crisis y no degrade los cimientos de nuestras sociedades. El crecimiento económico debe ser lo suficientemente inclusivo como para empoderar a las personas y las comunidades a prosperar, sin generar polarizaciones ni reacciones violentas.
Necesitamos una mirada a la globalización que logre que los países se sientan seguros, incluso en medio de los riesgos ecológicos y la competencia geoestratégica.
Sea cual sea el próximo paradigma, su gran reto será conciliar estas demandas. El productivismo nos lleva hacia parte del camino; la resiliencia promete llevarnos más allá.
Anthea Roberts es profesora en la Escuela de Regulación y Gobernanza Global y directora del Centro por la Gobernanza y la Justicia Global de la Universidad Nacional Australiana. Jensen Sass es investigador de la Escuela de Regulación y Gobernanza Global de la Universidad Nacional Australiana.
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