El espía nos desagrada por hipócrita. Si alguien es abiertamente revolucionario o reaccionario o de la postura que sea, podrá gustarnos o no, pero el hecho de que hable de frente es algo que se respeta, aunque no necesariamente se comparta lo que diga. Tenemos la opción de rebatirlo, de confrontarlo, o de ser convencidos, ¿por qué no?
Pero el espía no funciona así: se disfraza, se mimetiza, actúa como si fuera uno de los nuestros, todo esto para obtener información y pasarla al bando opuesto.
Nos engaña ocultando su traición, usufructuando de nuestra alianza. Por eso al ser descubierto es que nos indigna tanto, nos irrita, pero sobre todo nos duele, porque lo creíamos amigo y descubrimos su falsedad.
Cuando el espía tiene respetabilidad intelectual o artística, al ser descubierta su acción engañosa, el asombro y decepción son mayores. Ingenuamente suponemos que el valor artístico o intelectual le da a esa persona una suerte de aura ética o moral, algo que no siempre ocurre.
Julia Kristeva. Es lo que pasa ahora con la escritora y pensadora francesa de origen búlgaro Julia Kristeva, admirada y leída desde hace medio siglo, vinculada con los grandes nombres franceses de la segunda mitad del siglo pasado, como Roland Barthes, Jacques Lacan o Jacques Derrida. Según recientes revelaciones, no del todo comprobadas, hay que aclarar, habría colaborado en su juventud con los comunistas de su país natal en la elaboración del quién es quién del medio francés en el que ella comenzaba a insertarse.
Independientemente de que después se compruebe o se deseche la acusación, el golpe mediático está dado, su imagen ha sido manchada, y el detalle (falso o verdadero) quedará en su biografía y será esgrimido por sus enemigos cuando quieran atacarla, aunque sea al nivel de chisme o de injuria.
No es la primera vez que algo parecido ocurre en el olimpo de la intelectualidad europea. Ya ocurrió con la vinculación del filósofo Martin Heidegger con el nazismo; después le tocaría el turno a una de las lumbreras del posestructuralismo crítico, a Paul de Man, también con tempranísimos vínculos o simpatías con los nazis, igual que ocurriría después con Günter Grass, el célebre escritor alemán de El tambor de hojalata. Ahora le toca el turno a Kristeva, solo que apuntando en otra dirección, la del comunismo.
Pecado de juventud. La revelación de un supuesto pecado de juventud no es lo nuevo del caso, sino el signo político: ya no se trata de nazis, sino de comunistas. Y es que, en la dinámica occidental de después de la Segunda Guerra Mundial, muchos se han fijado en los nexos filofascistas de intelectuales, pero pocos en los filocomunistas, como si ser cómplice de Hitler estuviera mal, pero no de Stalin. Aquí podría pensar uno en cantidad de personajes latinoamericanos de izquierda que nunca renegaron de su estalinismo.
A veces el espía es tan culto como el espiado: siempre me he preguntado quién redactó tan bien, no con escritura burocrática, el informe de la CIA que se hizo sobre Eunice Odio el 14 de noviembre de 1952, donde, entre los diversos datos de sus actividades, se señala (traduzco del inglés): “El estilo de la Srta. Odio es distintivamente nerudiano. Esto no es extraño, puesto que ella es una comunista muy activa en Costa Rica, miembro de la famosa célula literaria comunista ‘Eugenio María de Hostos’, a la cual Corina Rodríguez también pertenecía”, y agrega: “Su fanatismo por la causa del comunismo y su trabajo y esfuerzos fueron muy apreciados por el así llamado politburó del Partido Vanguardia Popular en Costa Rica”.
No mucho tiempo después, Eunice abandonaba el comunismo en Guatemala y se volvía su crítica despiadada. Otras siguieron comunistas hasta el final, aunque suavizadas por la historia, como su coetánea Ninfa Santos.
En determinadas coyunturas, la delación y el espionaje se agudizan, y más de uno cede a las presiones del medio para sobrevivir. Pensemos en el periodo macartista de los Estados Unidos, con su caza de brujas comunistas, y en la que, para tristeza de sus admiradores, participó el reconocido director de cine Elia Kazan, entre muchos otros. En México, tras la masacre de 1968 (de la que se cumplen este año medio siglo), muchos recuerdan todavía las denuncias acusatorias de Elena Garro contra intelectuales de la época, algo que la vincula con la infamia, aunque se haya querido suavizar el gesto con un supuesto desequilibrio mental.
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Se podrá argumentar en una lógica de guerra sobre la necesidad del espionaje y quizá habrá razón en ello. Pero no por esto nuestro espía será querido. Nunca alcanzará el estatuto del soldado. Y si es atrapado y muere, algo en nosotros susurra que se lo merecía.
Cierro este recuento de sombras con un poema de Borges titulado justamente El espía: “En la pública luz de las batallas/ otros dan su vida a la patria/ y los recuerda el mármol./ Yo he errado oscuro por ciudades que odio./ Le di otras cosas./ Abjuré de mi honor,/ traicioné a quienes me creyeron su amigo,/ compré conciencias,/ abominé del nombre de la patria./ Me resigno a la infamia”.