A veces, a punto de escribir, mis dedos se rebelan sobre el teclado con intenso deseo de encontrar letras de esperanza. No es consuelo que en barrios donde vuelan balas no se lean mis columnas. La palabra escrita casi solo llega a las redes sociales del celular. Y a eso se suma la disminuida capacidad de comprensión de lectura, epidemia en expansión. La página de opinión suele ser una conversación conflictiva entre quienes buscan respuestas que no encuentran. La angustia es el nuevo imaginario colectivo.
Pero no dejaré a mis dedos imponer su agenda. Aquí no hay finales felices que agraden a todos. No somos telenovela rosa de dramas que se resuelven en el último episodio. Somos, más bien, una tragedia in crescendo. Será por eso mismo que sentí una rabiosa rebeldía contra la forma que nos describió al mundo el Washington Post del 22 de marzo. ¡Qué humillada me sentí! Indigna, tan orgullosos como somos de nuestro terruño, que nos expongan con una crudeza que no merecemos. Aún…
El periódico habla de una Costa Rica sumida en crimen y drogas. Debe ser por eso que mis dedos estaban indolentes, indecisos entre denunciar ese sesgado reportaje amarillista o confesar con entereza que estamos perdiendo la batalla.
Sí, es cierto. El crimen crece incontenible. Incontrolable, la droga lo penetra todo. Hace apenas unos días llegaron las balas a mi barrio, en la vecindad misma de un Monteran insolentemente encapsulado de estas vivencias. Se conoce lo que nos está llevando en picada: desinversión en seguridad, baja generación de empleos sin calificación, deserción escolar, indiferencia ante el desamparo de las redes de cuidado, institucionalidad social fallida, un sistema político que desfallece y muchas cosas más. El crimen que crece es el termómetro atroz de nuestras falencias.
Sí, es cierto. Somos sitio de tránsito para la droga. Pero esa no es excusa. ¿Por qué antes fuimos excepción y ahora no lo somos? ¿Qué hicimos o dejamos de hacer? Hay quienes prescriben recetas mágicas que nos liberen de enfermedades sociopolíticas crónicas. Son bellos intentos intelectuales de dar sentido al desvarío. Pero luego se constata el amargo sinsabor de la inercia que nos deja en impotencia. Yo solo puedo transmitir el dolor de haber conocido el paraíso de mi infancia, para verlo después perdido.
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