La normalización de lo cotidiano es un proceso tanto inevitable como necesario para las personas. Crea estructuras, mantiene el orden y facilita enfrentar la vida con un sentido de control. Sin embargo, existe el riesgo de caer en la indiferencia y la aceptación acrítica del entorno.
Es urgente, pues, recuperar la capacidad de asombro, de cuestionar y apreciar lo ordinario: enriquecer nuestra experiencia de vida y contribuir a una sociedad más reflexiva, consecuente y comprometida.
Sociológicamente, se entiende por normal aquello que es habitual y, por tanto, no causa extrañeza, sorpresa o asombro. Muchas veces, es una respuesta a lo que la sociedad ha decidido, por acuerdos tácitos o explícitos, que debe ser la forma de conducta: lo instituido, que terminará, quizás, conformando el habitus.
Puede ser, incluso, producto de una especie de indefensión aprendida, espiral del silencio o la desindividuación; o sea, por resignación, aceptación de lo dicho por la mayoría (aunque sea un espejismo) o por pérdida de la razón individual por sumarse a la masa, aunque sea de forma temporal. El peligro es que lo temporal se convierta en permanente (vea “Violencia inducida por narrativas agresivas”, 15/8/2024).
Vivir en modo automático
Dar las cosas del día a día como normales, naturales, establecidas, muchas veces sin remedio, es un fenómeno intrínseco a la experiencia humana: lo que una vez fue extraordinario o novedoso se vuelve rutinario en nuestras vidas. Este proceso, aunque a menudo pasa inadvertido, tiene profundas implicaciones en cómo percibimos el mundo, cómo nos relacionamos con él y cómo evolucionamos como sociedad.
Por ejemplo, tendemos a ver como normal toda acción propia de nuestra condición de persona: despertar, respirar, oler, sentir, caminar, comer, orinar, defecar, dormir, etc. No nos cuestionamos por qué, para qué o cómo; simplemente, ocurre.
No nos percatamos del milagro que ello representa hasta que, por alguna razón, lo perdemos o lo pierde alguien de nuestro círculo más cercano. Nunca pensé en el valor de algo tan normal como respirar hasta que la covid-19 me arrebató a dos de mis hermanos que murieron literalmente ahogados. O de la suerte de orinar sin problemas, hasta que un amigo requirió diálisis extracorpórea y un trasplante de riñón. Así, de pronto, me vi haciendo una larga lista de cosas que ahora valoro y reconozco como extraordinarias.
Lo mismo podemos decir de los servicios y las condiciones de vida que el Estado social de derecho nos ofrece: salud y educación pública, agua potable, posibilidades de encontrar un trabajo y una vivienda dignos, libertad de movimiento, libertad económica, derecho a la participación plena en la vida política; incluso, el derecho a elegir mal.
Una serie de condiciones nos son dadas y las vivimos de forma tan natural que pocas veces nos cuestionamos sobre ellas y, mucho menos, las agradecemos. Está claro, eso sí, que las condiciones no son iguales para todos y que las desigualdades e inequidades, desafortunadamente, estarán presentes en mayor o menor grado. Aun en medio de esa realidad, tendemos a normalizar las cosas.
Mecanismo de defensa
Las personas por naturaleza buscamos estabilidad y predictibilidad en el entorno: la menor cantidad de quiebres y accidentes, levantarnos, hacer ejercicio, desayunar, ir al trabajo, regresar a casa o realizar tareas domésticas, descansar y dormir son claros ejemplos de cómo lo cotidiano se estructura en torno a patrones que, aunque inicialmente demanden esfuerzo o adaptación —especialmente hacer ejercicio y trabajar—, finalmente se integran de manera casi automática en nuestra existencia.
Normalizar estas actividades nos da un conveniente sentido de confort, muchas veces a pesar de la incomodidad que realmente estemos viviendo. Es un mecanismo de defensa innato.
En el plano social, la normalización de lo cotidiano suele tener efectos tanto positivos como negativos. Por un lado, establecer normas y comportamientos compartidos que facilitan la convivencia nos da la cohesión social. Sin embargo, por otro, puede conducir a la indiferencia o la aceptación acrítica de situaciones que deberían ser cuestionadas.
Cuando actos de injusticia, violencia o discriminación se vuelven parte de lo cotidiano, la sociedad corre el riesgo de aceptarlos como inevitables, o peor aún, como normales. Este es uno de los mayores peligros de este fenómeno: la erosión de la capacidad crítica y la pérdida de la sensibilidad hacia lo que está mal en nuestro entorno.
Solo para no variar, la tecnología lo ha acelerado. Internet y los dispositivos móviles inteligentes nos son tan naturales que es difícil imaginar un mundo sin ellos. Son una extensión de nuestra inteligencia (o estupidez).
Rápidamente, casi sin darnos cuenta, han redefinido lo que consideramos normal y puesto en jaque nuestra capacidad para desconectarnos, reflexionar y experimentar el mundo de manera más plena y consciente, con sentido crítico-analítico. Las cámaras de eco, los sesgos de confirmación, la desindividuación, los espejismos de la mayoría, entre otros fenómenos sociológicos, se exacerban exponencialmente con las redes sociales.
Algunos dan por sentada la democracia
Nuestro país construyó un Estado social de derecho que algunos han normalizado, tanto que no se han dado cuenta de lo extraordinario que es, no se han dado cuenta de que viven en una democracia plena, admirada y envidiada en el orbe, en un país que decidió sabiamente que en lugar de en un ejército, iba a destinar los recursos a financiar la educación y la salud.
En Costa Rica, nuestros hijos, sean pobres o ricos, pueden movilizarse socialmente gracias a la educación pública; un país en el que un sistema de salud nos protege a casi todos. La lista es muy larga.
No dejemos que la forma negativa, acrítica, pasiva y ayuna de la capacidad de asombro de vivir la normalidad nos gane. Debemos ser conscientes de lo extraordinario que tenemos y gozamos, a pesar de sus imperfecciones y enormes oportunidades de mejora. En palabras de W. Churchill: “La democracia es el peor de los sistemas de gobierno diseñados por el hombre, con excepción de todos los demás”.
Los posturas autoritarias, populistas y autocráticas jamás serán el camino hacia la paz social, la libertad y el bienestar. Todo ello debe ser identificado, reconocido y aplacado; por supuesto, siguiendo la vía democrática, que es la que mejor conocemos.
El autor es médico veterinario, profesor de Epidemiología en la UNA y la UCR. Ha publicado aproximadamente 140 artículos científicos en revistas especializadas.