A raíz del nuevo fenómeno de las empresas de aplicación digital, el poder político costarricense se ha visto tentado de aplastar el progreso tecnológico con su poder policial. Es la misma tentación en la que están cayendo algunos otros gobiernos con mentalidad tercermundista. Mediante la inexorable prueba histórica, procuraré demostrar no solo el error que implica todo intento de los poderes instituidos para detener el avance técnico, sino, además, cómo tales intentos están destinados al fracaso.
Imprenta. Los economistas Daron Acemoglu y James Robinson nos dan uno de los primeros ejemplos: a raíz de la grandiosa invención de la imprenta, los sultanes otomanos intentaron detener su uso en el territorio del Imperio. De hecho, a finales del siglo XV, Bayezid II emite un decreto en el cual impone una prohibición absoluta a los árabes de imprimir en su idioma. El sultán Selim I refuerza el impedimento a inicios del siglo XVI.
En aquel Imperio, la primera imprenta fue posible más de dos siglos después de su surgimiento, cuando el sultán Ahmed III le concedió por decreto la primera concesión de explotación de una imprenta a Ibrahim Müteferrika. Pese a lo tardío del permiso, aún en ese momento se otorgó lleno de regulaciones y limitaciones. Lo que se publicaba en la imprenta de Müteferrika estaba controlado y supervisado por múltiples funcionarios del poder: los cadíes de Estambul, de Selaniki y de Gálata eran los primeros supervisores. A ellos se sumaban el jeque de Kasim, junto a un grupo de eruditos.
Cualquier documento que pretendiera imprimir Ibrahim, debía antes ser supervisado, revisado y autorizado por aquella infinidad de autoridades. Como resulta lógico suponer, eso tornó inviable aquella imprenta, la cual finalmente operó por solo 14 años y editó poquísimos libros. Concluido el fallido intento de Müteferrika, su familia trató de continuar con el esfuerzo, pero apenas lograría publicar siete libros en 50 años.
Ni se diga lo que sucedió fuera de este Imperio. En Egipto, la primera imprenta funcionó 350 años después de su invención. El resultado era de esperarse: a las puertas del siglo XX, gran parte de la edición de libros en el Imperio otomano aún era hecha por escribas, funcionarios que a mano copiaban los textos. ¿Cuál fue el resultado? Entrado el siglo XIX, la alfabetización de los ingleses era del 50 % de sus ciudadanos, mientras que los otomanos apenas rozaban el 3 %.
El resultado final fue que, con el pasar de los años, los ingleses sojuzgarían y se impondrían a los otomanos, pues la alfabetización permitió, como era esperable, el mayor desarrollo y prosperidad de los primeros, mientras que el analfabetismo de los segundos nunca les permitió crecer.
Comercio en América. El segundo ejemplo lo aporta el Imperio español. Con la llegada a América por parte de la Corona española, el comercio entre sus nuevos territorios y España se reguló de forma elitista a través un exclusivo gremio de sevillanos, quienes por orden real controlaron de forma cerrada la actividad. El comercio libre no existía e, incluso, a raíz de una estricta serie de limitaciones, la actividad económica entre las mismas colonias españolas era prácticamente imposible. De hecho, a tal punto llegaban los obstáculos regulatorios que a los comerciantes de un virreinato español les estaba prohibido transar con otro. Y menos pensar que esos colonos pudiesen comerciar legalmente con territorios ajenos al Imperio español.
Como era de esperarse, este tipo de controles y limitaciones impidió que brotara la actividad empresarial libre en el Imperio español, a diferencia de lo que sí sucedió en los territorios del norte europeo. ¿Cuál fue el resultado final de esas decisiones? La cerrada disposición española frente a la actividad comercial y empresarial libre impidió que sus habitantes prosperaran y por ende no se generaron las condiciones que eran indispensables para participar en esa enorme explosión tecnológica que fue la Revolución Industrial.
Era industrial. La tercera ilustración histórica la aporta la actitud de Francisco I, del Imperio austrohúngaro, quien hasta 1811 prohibió la instalación de nuevas fábricas en Viena. También adversó la construcción de vías para que incursionara el tren a sus territorios, aunque el ferrocarril fue una de las tecnologías clave que la Revolución Industrial aportó.
El cuarto ejemplo lo ofrece la violencia física de los tejedores ingleses contra las primeras máquinas industriales inglesas. El problema surgió en la Inglaterra del siglo XIX, cuando empezó a utilizarse la novedosa maquinaria industrial. Por sí sola, muchas de aquellas máquinas hacían el trabajo de miles, desplazando a la desocupación a grandes cantidades de obreros. Ante la desesperación que les causaba no poder alimentar a sus familias, muchos trabajadores destruían las máquinas como mecanismo de protesta ante la pérdida de sus trabajos. A aquella agresiva reacción contra la automatización fabril se le denominó “ludismo”, en memoria de un tal Ned Ludd, que en 1779 fue de los primeros en destruir dos tejedoras mecánicas.
El mundo transita de salida por la Tercera Revolución Industrial y se enrumba a la Cuarta, con la implementación de la robótica, la inteligencia artificial, la Internet de las cosas y las plataformas virtuales interconectadas de esas nuevas revoluciones industriales. El paroxismo de esta revolución lo ofrece la tecnología israelí, que incluso está elaborando robótica para el cultivo, desarrollo y cosecha de plantaciones agrícolas. En fin, son procesos imposibles de detener sin pagar caro las consecuencias.
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Uber. En relación con este fenómeno, aquí el máximo problema lo enfrentamos por el choque “ludista” entre la plataforma digital Uber y los taxistas. En mi anterior artículo “Estado, Uber y empresas digitales” (La Nación, 2/10/2015) propuse algunas ideas para enfrentar el dilema. Por ejemplo, que el Estado promueva condiciones que estimulen a Uber a servirse de vehículos de transporte público que ya operan legalizados, que se autorice su funcionamiento bajo condiciones tributarias similares a las de los taxistas al ofrecer condiciones de igualdad y en aquello en que la empresa tecnológica se regula por sí misma el Estado debe autorizar su autocontrol sin doble imposición regulatoria, pues la regulación no es un fin en sí misma, sino solo un instrumento para que el usuario disfrute un buen servicio. Pero la “solución” del gobierno fue emitir una “nota de invitación” para que la aplicación tecnológica abandone el territorio.
El autor es abogado constitucionalista.