Vivimos en una paradoja histórica. A pesar de los avances tecnológicos y del discurso global sobre sostenibilidad, estamos asistiendo al colapso silencioso de los sistemas que sostienen la vida. Biodiversidad, agua, alimentos, salud y clima forman un entramado del cual depende nuestra existencia. Y, sin embargo, nuestros patrones de consumo —lo que comemos, vestimos, usamos y desechamos— están acelerando su deterioro.
Un reciente informe de la IPBES (Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos) expone las profundas interrelaciones entre estos elementos esenciales y revela que el modelo actual de desarrollo, centrado en el consumo desmedido y la ganancia a corto plazo, está socavando las bases ecológicas del bienestar humano.
El sistema agota la vida, porque durante décadas hemos seguido una lógica lineal: extraer, producir, consumir y desechar. Esta dinámica, impulsada por un sistema que premia el crecimiento sin límites, ha dejado un planeta extenuado. Según el informe, cada año se invierten $7 billones en actividades que dañan la naturaleza, mientras que la protección de los ecosistemas recibe apenas una mínima parte de ese monto. La relación es de 35 a 1. Es un reflejo brutal de nuestras prioridades.
La biodiversidad disminuye entre un 2% y 6% por década. La pérdida de bosques, humedales y arrecifes ha debilitado la capacidad de la naturaleza para regular el clima, purificar el agua y garantizar cultivos saludables. Estamos perdiendo no solo especies, sino funciones vitales para la humanidad.
Estamos consumiendo el planeta, ya que el sistema alimentario global es uno de los principales impulsores de esta crisis. En nombre de la seguridad alimentaria, hemos expandido monocultivos, contaminado cuerpos de agua y agravado el cambio climático. La agricultura industrial representa el 80% del uso global de agua y entre el 21% y 37% de las emisiones de gases de efecto invernadero. Nueve especies de cultivos dominan el 65% de la producción mundial, erosionando la diversidad genética que nos da resiliencia.
A pesar de la abundancia, en 2021 el 42% de la población mundial no podía costear una dieta saludable. Las dietas poco variadas y ultraprocesadas son hoy una de las principales causas de mortalidad global. Mientras unos desperdician, otros pasan hambre. Y el planeta paga la cuenta.
La salud está en decadencia, ya que el deterioro ambiental la está golpeando. La pérdida de biodiversidad favorece la aparición de enfermedades zoonóticas. La contaminación del aire y el agua —vinculada a la agricultura y la industria— causa 9 millones de muertes prematuras al año. Y la desconexión con la naturaleza, cada vez más común en las ciudades, perjudica la salud mental y el bienestar emocional.
El reloj climático no se detiene: el cambio climático está amplificando las crisis del agua, la salud y los alimentos. En los últimos 50 años, los eventos climáticos extremos causaron 12.000 desastres y más de 2 millones de muertes, principalmente en países pobres, y pérdidas económicas de $4,3 billones. La agricultura, además de ser fuente de emisiones, es cada vez más vulnerable al clima extremo. Es un círculo vicioso: producimos alimentos de forma insostenible que destruyen el clima, y este, a su vez, amenaza nuestra capacidad de alimentarnos.
¿Estamos a tiempo de cambiar? Sí, pero apenas. El informe advierte de que retrasar acciones diez años duplicaría los costos y reduciría la eficacia de las soluciones. Sin embargo, también muestra que existen alternativas reales: agricultura regenerativa, dietas sostenibles, restauración de ecosistemas, modelos económicos circulares y una gobernanza más justa e inclusiva.
Adoptar dietas más diversas y menos intensivas en carne, por ejemplo, mejora la salud, reduce emisiones y libera tierra y agua para la regeneración ecológica. Estas medidas requieren voluntad política, inclusión de actores históricamente marginados —como los pueblos indígenas— y, sobre todo, un cambio cultural profundo.
El cambio empieza con lo que consumimos, pues nuestras decisiones cotidianas —lo que compramos, comemos y desechamos— tienen un impacto global. Pero no podemos responsabilizar únicamente al consumidor. Gobiernos, empresas, medios y el sistema financiero deben asumir su parte en la transformación. Seguir incentivando el sobreconsumo y el despilfarro es una forma de violencia estructural, cuyos costos recaen sobre los más vulnerables y sobre las generaciones futuras.
Más allá de lo técnico, el verdadero desafío es cultural e imaginativo. Necesitamos redefinir el progreso, recuperar valores como el cuidado y la suficiencia, y construir una modernidad que no dependa de destruir lo que nos da vida. El verdadero éxito no se mide solo en dólares, sino en agua limpia, bosques sanos, alimentos nutritivos y comunidades resilientes.
Todavía estamos a tiempo de cambiar el rumbo. Pero no por mucho. El momento es ahora.
Lenin Corrales Chaves es analista ambiental y fue presidente del Consejo Científico de Cambio Climático de Costa Rica.
