En su definición más elemental, entendemos por tradición al conjunto de usos, ideas y valores culturales y morales, trasmitidos de generación en generación.
A partir de su nacimiento, nuestro pueblo se acostumbró a pensar que el Estado debería ser democrático, de gobernantes electos periódicamente, reclamando siempre el respeto de las autoridades por el mandato que dejó depositado en las urnas electorales. Desde su manifestación en las calles hasta la guerra civil, el pueblo declaró que su voluntad es sagrada.
Esta es nuestra más grande tradición, el orgullo de elegir libremente a quienes nos han de gobernar. Y esta repetida tradición es lo que está sucediendo en este momento en Costa Rica. Por eso, con lógica consecuencia, podemos afirmar, sin duda alguna, que gobierna bien quien respeta la tradición.
En el proceso evolutivo de la democracia, ahora decimos que nuestro Estado es social y democrático de derecho; que los objetivos pueden cambiar, pero no los procedimientos para el cambio. Por la forma se puede llegar al cambio profundo; pero sin la forma el cambio nunca llegará. Del sufragio —que es una formalidad— depende la permanencia de la democracia. El sufragio es causa y la democracia su consecuencia. ¿Y por qué? Porque mediante el voto, el pueblo delega su derecho a gobernar.
El gobernante democrático recibe el poder del pueblo soberano; es su representante, su apoderado. Por eso, nuestra democracia es representativa, de gobernantes que representan la voluntad general del pueblo.
No obstante, no siempre hay claridad con respecto a lo que significa esa voluntad. Solamente la aceptamos interpretando que se refiere al cambio que el pueblo siempre desea.
Por el momento entendemos que el cambio es consecuencia de una nueva ley o de otra institución. Pero es posible que estemos interpretando mal. Resulta que por Constitución y por leyes, somos estado social de derecho, pero no tanto en la realidad. Por esta razón, el cambio tan largamente solicitado no es de norma sino de actitud. No es del texto sino del gobernante. No es de dictar una nueva ley sino de aplicar la vigente y ser consecuente con el juramento al que se obliga el funcionario electo. Se trata de volver los ojos a la Constitución y aplicar lo dispuesto.
Nuestro país está ahora dividido en dos repúblicas: la de los que tienen de todo en abundancia y la de los que carecen de todo en abundancia.
La representación lleva incluida la obligación de terminar con esta doble república. Entonces, ¿qué podemos entender por democracia representativa? Es casi verdad de Perogrullo: la que tienen los gobernantes que luchan por terminar con este brutal y salvaje desajuste. No tanto lo que dice la ley como lo que hace el gobernante.
Tradicionalmente, la forma de gobierno ha sido dirigida en dos direcciones: hacia arriba o hacia abajo. La representación correcta obliga a inclinar la balanza hacia abajo, hacia los que más necesitan, a los que tienen hambre por carecer de trabajo.
No hay nada que reformar; ni una nueva ley ni institución. Con solo aplicar la voluntad de los legisladores que fueron, como mensaje de obligatoriedad para los gobernantes del futuro. El kantiano imperativo categórico. El legislador democrático legisla para el futuro, dejando también un mandato para el gobernante del futuro.
Elección popular
La representación democrática se obtiene como consecuencia de la elección popular. Es un sistema representativo que reglamenta la ley. O sea, representación institucionalizada que forma parte de la estructura del Estado. El voto popular ordenado, reglamentado y garantizado por el Estado llega a ser, así, el alma de la democracia. Con gobernantes no electos por el pueblo, sin delegación de legítimo poder, la democracia no existe. El ciudadano electo recibe un poder para gobernar, que no es otra cosa que lo que está ordenando la ley: justicia para todos, libertad para todos, trabajo para todos y bienestar para todos, cada vez con mayor amplitud.
Esto es lo que debemos entender por representación popular. La obligación de luchar por satisfacer las grandes necesidades sociales; lo que la ley dice y ordena y que, en Costa Rica, sintetiza el capítulo constitucional de las garantías sociales. Se representa la voluntad del legislador que fue para el pueblo que será. Ese imperativo categórico lanzado que debe recoger el gobernante del futuro. Se representa lo que está dicho y aprobado. En consecuencia, lo que el gobernante electo representa es el mensaje que el legislador del pasado le envió. Y eso, y no otra cosa, es lo que el pueblo elige, reclama y exige que se ejecute.
¿Democracia participativa la nuestra? Sí, pero cuando el gobernante tenga valor y patriotismo para aplicar la ley. Obligación que recoge el juramento constitucional: «Juro observar y defender la Constitución y las leyes de la República y cumplir fielmente los deberes de mi destino».
Así de sencillo y categórico, así de elocuente y terminante, así de obligación y entrega. Observar y defender la Constitución y las leyes es transformar el texto en realidad. Obedecer a tal mandamiento es comenzar a darle vida a la democracia representativa; lo que piensan, sienten y desean los pueblos y que ahora, tal vez, solamente consiste en el clamor de más de un millón de costarricenses que viven en la más increíble de las pobrezas. Poca cosa piden los pueblos: una casa, un trabajo y una oportunidad.
El autor es abogado.