La figura del referendo significa para muchos mayor democracia. Total, ¿quién se opondría a un saludable instrumento de la democracia directa creado para incentivar la participación ciudadana en los asuntos de orden público?
El referendo, en efecto, permite a los ciudadanos en democracias plenas, como Uruguay o Suiza, decidir entre una amplitud de iniciativas que van desde pases sanitarios durante una pandemia hasta reformas constitucionales.
Nos equivocamos al pensar que el uso es siempre positivo. Precisamente, en la sobrevaloración de sus bondades radica el riesgo. Y nos equivocamos, aún más, si somos persuadidos por propuestas que pretenden convertirlo en herramienta para evadir mecanismos de control y rendición de cuentas horizontales.
Representan un peligro para la democracia las iniciativas que apelan a la participación popular, no realmente para canalizar las demandas ciudadanas, sino para evadir la necesidad de establecer acuerdos con los representantes en el Congreso, en procura de romper con la estructura para la toma de decisiones democrática.
Como señala Yanina Welp, investigadora sénior en el Centro de Estudios Democráticos, con sede en Suiza, el componente participativo de la democracia no debe sustituir al representativo. Pero tampoco —agrego yo— subyugar el principio liberal de este sistema: el que garantiza el funcionamiento de pesos y contrapesos y evita la acumulación de poder en alguno de los poderes del Estado.
Ejecutivos delegativos
En América Latina y Europa, se convocan referendos con diversas justificaciones: la supuesta recuperación de la eficiencia, emergencia por la crisis económica, necesidad de acabar con la corrupción endémica, o bien, para “salvar” al país de los migrantes.
El problema es que en no pocas de naciones, como Costa Rica, se corre el riesgo de crear la plataforma para respaldar propuestas de gobernar por referendo, debido al descontento con el desempeño de las instituciones (entre estas, con el Parlamento) y de un alarmante número (un 89%) que considera que solo unos cuantos gobiernan y lo hacen en beneficio propio.
Decía James Madison, en El Federalista, que “si las (personas) fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario”. En efecto, la separación de poderes tiene su razón de ser. Y es que en nuestra región proliferan los líderes que Guillermo O’Donnell denomina ejecutivos delegativos, que una vez elegidos mediante mecanismos de rendición de cuentas verticales —las elecciones— se inclinan por ignorar las otras ramas del Estado que controlan sus funciones (mecanismos de cuenta horizontales).
Lo anterior ocurre, especialmente, cuando las instituciones se convierten en supuestos “estorbos” para ejercer la autoridad otorgada por la ciudadanía. Acudir a un referendo para evadir la lentitud, la politización y la falta de consenso en la Asamblea Legislativa no solo desvirtúa la figura y el propósito mismo del instrumento, sino que lo transforma en una estrategia que —en nombre del pueblo— debilita la democracia misma.
En lugar de emprender las reformas necesarias para mejorar el funcionamiento del aparato institucional, se proponen salidas rápidas que tergiversan el uso de mecanismos creados con otros fines. Muy distinto sería pensar en convocar referendos por el verdadero interés y compromiso para que sea la ciudadanía quien apruebe o ratifique una iniciativa, pero desafortunadamente ha quedado clara la intención primaria.
Límites
En Costa Rica, la Ley de Regulación del Referéndum (8492) se adelantó a los intentos de manipular el mecanismo, y fijó límites, entre estos la obligación de que el gobernante cuente con el voto de la mayoría absoluta del Congreso para proponer la consulta popular y el número de veces que puede emplearlo.
También, establece como requisito para la validez de las decisiones adoptadas mediante este proceso, como mínimo, un 30% de participación ciudadana cuando se trate de propuestas que requieran la mayoría simple, o un 40% para las que requieren mayoría absoluta, tales como las reformas constitucionales. El mecanismo no puede ser utilizado para tomar decisiones sobre asuntos relacionados con política fiscal, presupuesto, pensiones o derechos humanos.
La ley no permite el referendo cuando se trate de iniciativas monetarias y crediticias. Además, bajar el porcentaje del 30 o 40% de participación —necesarios para que las decisiones sean vinculantes— a un 20% en todos los casos y cuando se obtenga más del 50% de votos a favor de la propuesta, como lo planteó un aspirante a la presidencia, precisa una reforma de ley, que, como sabemos, es facultad del poder legislativo, no del ejecutivo.
Una diputada electa manifestó recientemente la intención de someter a aprobación popular, incluso, decisiones en materia de derechos humanos, en un claro desconocimiento de la prohibición al respecto.
De seguir adelante con esas intenciones, una decisión podría llegar a ser vinculante —incluso en una materia tan sensible como los derechos humanos— si participaran únicamente 700.000 personas y si solo 351.000 estuvieran a favor.
Estrategia política
Sugerir eliminar el límite impuesto a la cantidad de referendos que pueden celebrarse al año —de acuerdo con la ley es uno— no solo supone la posibilidad de gobernar permanentemente por la vía del referendo, sino también incurrir en una elevada inversión operativa, administrativa y de recursos para la organización de los procesos, que le corresponde al Tribunal Supremo de Elecciones.
Cabe recalcar el riesgo que implicaría que tales referendos interfieran en la organización de los procesos electorales al eliminar eventualmente el impedimento legal de celebrar consultas populares en períodos electorales.
Con respecto a la mención sobre reducir los límites a las iniciativas de referendos que provengan de la ciudadanía, el problema de algunos de esos límites ya han sido analizados de forma aparte por varios académicos, quienes coinciden en las trabas existentes, entre las cuales cabe citar el tiempo y los recursos que restringen el uso de un instrumento creado para fortalecer la democracia, no para socavarla.
Sería oportuno, en su momento, una discusión al respecto, a la luz de las experiencias internacionales. Pero eso no debe desviar la atención de la forma utilitaria y oportunista en que la figura del referendo planteado desde el ejecutivo ha sido abordado por un candidato y sus copartidarios antes de la segunda ronda.
En todo el mundo, gobernantes populistas tienden a utilizar este procedimiento como arma para legitimar sus posiciones. Diversas investigaciones han comprobado que si bien es cierto que los referendos no son utilizados más frecuentemente por líderes de corte populista, estos últimos propenden a echar mano de ellos, en mayor medida, como estrategia política.
Viktor Orbán, en Hungría, convocó un referendo sobre cuotas de migrantes obligatorias planteadas por la Unión Europea, lo cual le ayudaría a reafirmar sus políticas antimigratorias. Y en México, López Obrador lo hizo —entre otras cosas— para determinar si cinco expresidentes debían ser investigados por decisiones tomadas durante sus administraciones. La consulta popular le es útil para promocionar sus políticas y favorecer sus promesas de campaña, orientadas a acabar con la corrupción, un fin muy noble: ¿Quién votaría en contra? Pero López Obrador pasa por encima del poder judicial.
Incluso, más recientemente, planteó un referendo a su propio gobierno, a sabiendas de contar con más del 60% de apoyo, en un intento por reafirmar sus bases.
Un referendo, que cumpla la función para la que fue introducido dentro del marco jurídico, depende de muchos factores: quién lo convoca, para qué se convoca, qué se somete a consulta, cuáles son las garantías de acceso a la información de las distintas posiciones, qué tipo de recursos se ponen a disposición de la ciudadanía (tiempo, operación, conocimiento) y cuál es su impacto en el sistema político, es decir, que no genere conflicto entre los elementos participativos y representativos del sistema cuando es utilizado para saltarse pasos en la toma de decisiones de política pública.
Sucede también con frecuencia que los referendos no garantizan necesariamente que se vote de forma racional, pues muchos de los temas sometidos a consulta exacerban más bien emociones y pierden la esencia de lo que se consulta. Es el caso de David Cameron que, seguro de que la salida de la Unión Europea (brexit) nunca iba a ser aprobada, sometió a la ciudadanía la consulta sin prever que el asunto derivaría en una discusión sobre la presunta amenaza de la migración, o que el proceso paralizaría el gobierno y pondría al Reino Unido en peligro de quedar sin ningún acuerdo con la Unión.
Los referendos tienen consecuencias y nunca debemos olvidarlo.
Tatiana Benavides Santos es politóloga, investigadora afiliada a la Universidad de Columbia, especialista en gobernanza democrática, elecciones y paz.