El predicador de Austerlitz, novela de W. G. Sebald a la que dediqué la última semana, acostumbraba permanecer en su estudio pensando en el sermón que predicaría el domingo siguiente.
Nunca escribió ninguno: los elaboraba en su cabeza, torturándose durante días y días, narra Sebald. Los domingos, comparecía ante la comunidad y, con elocuencia poderosa y conmovedora, explicaba el juicio final que aguardaba a todos, los colores del purgatorio y los tormentos de la condenación eterna, llenando los corazones de sus feligreses de tal arrepentimiento que regresaban a sus casas con el rostro blanco como la cal.
Me habría gustado oírlo y contrastarlo con lo que yo escuchaba los domingos en aquella iglesia penumbrosa, ni muy grande ni muy pequeña, a la que asistía cumplidamente y por obligación.
No lo pasaba bien ahí, impaciente por que el oficio terminara para volver a lo que me complacía y necesitaba, embebido en mis cavilaciones, ajeno por completo a ese atajo de insumisos que por lo visto no acababan de escarmentar, pese a las diatribas que se arrojaban desde arriba, desde la cima del púlpito.
Temía especialmente por mi tío, el cura, que decía sus sermones con una voz cada vez más áspera, más subida de tono, a cada paso en estado de mayor agitación, como el propenso a un ictus.
Nunca le sucedió nada malo mientras los decía, pero, en cambio, terminó sus días cuando participaba en una conversación amistosa sazonada con café y bebidas espirituosas en una céntrica soda de San José.
¿Qué cosas diría desde la altura?, no lo sé; lo que sí sé es que le resultaba difícil empezar y proseguir, y mucho más terminar sus discursos deshilvanados y llenos de lugares comunes, que no parecían conducir a ninguna parte hasta concluir de improviso, como un susto, en la mayor confusión.
Pero no se crea: sentía afecto por mi tío, que cuando recuperaba su humanidad y bajaba al piso del feligrés común era pragmático, comprensivo, acuciado igual que los demás por las mezquinas dificultades de todo el que tiene que perseverar para ganarse la vida.
Si algo conservo de la prédica religiosa de aquellos años, es el sonido de la palabra dicha con autoridad, no importa si apegada a la verdad, con qué intenciones, si con convicción o desparpajo. Me preparó para la retórica política.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.