La historia ha corrido en estos días por la red. Un niño salva a su amigo, que se hunde en un lago congelado, rompiendo, con una piedra, la gruesa capa de hielo que lo cubre. Los rescatistas, al llegar, sostienen que es imposible para un niño, como ese, lograr algo tan difícil y se preguntan cómo había podido hacerlo. Un anciano había visto lo sucedido y dio la respuesta: “Muy simple: no había nadie cerca para decirle que no era capaz de hacerlo”.
Pues bien, en nuestro país hay personas que a menudo, de buena fe, le dicen a los estudiantes, no a unos pocos, sino a la mayoría, que son incapaces de alcanzar las metas normales, establecidas por el sistema educativo. Los devalúan y los inducen a devaluarse.
Desde que me enteré… ojalá sea falso, de que el ministro de Educación está considerando eliminar las pruebas de bachillerato, no he podido dejar de pensar en el valor del esfuerzo. El tema no es nuevo. Todo el mundo lo reconoce y durante las campañas políticas, por ejemplo, se escucha a los simpatizantes de los partidos gritar, a coro, la manida frase de “sí se puede”. Sin embargo, en la vida diaria, este precepto se desnaturaliza o se olvida.
Esto no debe sorprendernos. El esfuerzo, en nuestra cultura, nunca ha sido debidamente apreciado. Cuando cursaba la escuela primaria, en la tarjeta de calificaciones aparecía un espacio destinado a valorarlo. Recuerdo que, a esa temprana edad, ya muchos percibíamos, con menosprecio, este aspecto del comportamiento humano, inducidos por las concepciones dominantes en la sociedad. Lo importante era la inteligencia, las capacidades que se suponían dadas fatalmente por la naturaleza. Se admiraba mucho más al vagabundo inteligente, de bajo rendimiento, que al menos dotado cuyas calificaciones eran altas, gracias al esfuerzo. Este era tildado de “tragón” y visto con desprecio.
Prejuicios. Semejantes prejuicios, de una manera consciente o no, siguen teniendo efectos en muchos aspectos de nuestra vida, para mal. Según se supone erróneamente, cada quien tiene ciertas capacidades que determinan el éxito o el fracaso en el sistema educativo y a lo largo de la existencia. A esta actitud yo la llamaría “el síndrome del menosprecio del esfuerzo”. Al adoptarla se niega el valor del empeño.
Todos hemos oído decir de alguien que es pésimo para las matemáticas y que tal otro es excelente para las lenguas extranjeras. Nada de esto es completamente falso. Sin embargo, esas afirmaciones encierran solo la mitad de la verdad. Con igual énfasis, deberíamos reconocer el beneficio adicional que brinda el empeño, cuando se trata de superar las desventajas y aprovechar las capacidades.
El tema ha sido analizado por Carol Dweck, importante investigadora de la Universidad de Stanford, en su libro Mindset. Según lo muestra ahí, el poder de las creencias sobre nosotros mismos determina lo que logremos o no, en el presente y a lo largo del tiempo. Modificarlas puede tener profundos efectos en el individuo. Quien tiene una idea positiva de sí mismo, se desarrolla positivamente desde esa “creencia”. En cambio, quien se considera incapaz, limita sus posibilidades. Gran parte “de lo que posiblemente le esté impidiendo alcanzar todo su potencial viene de ahí”, nos dice la autora.
Una investigación llevada a cabo en California, en relación con el aprendizaje de las matemáticas (La Nación, 14/5/18), sin duda dentro de los lineamientos de Dweck, señala que, desde niños, los estudiantes se ven expuestos a una idea errónea, según la cual, hay quien sirve para las matemáticas y hay quien no. Lo alumnos se dan por vencidos cuando creen que no tienen un “cerebro matemático”. La investigación logró revertir ese proceso. Los participantes en el estudio mejoraron significativamente su rendimiento al quedar convencidos de que podían lograrlo.
No hay límite. Obviamente, cada persona porta una dotación genética distinta. Pero esta idea no debe verse como un límite insuperable para los seres humanos. Hay márgenes abiertos para crecer. Robert Sternberg, gran figura en el estudio de la inteligencia, asegura que el factor más importante para adquirir una pericia “no es ninguna habilidad innata, sino el compromiso decidido”. Y, en el mismo sentido, Dweck nos recuerda algo que dijo Binet —¡el francés inventor del cociente intelectual!—: “No siempre quien empieza siendo el más listo acaba siéndolo”.
La experiencia, la instrucción y el esfuerzo marcan el resto del camino. Lo mismo cabe decir de la situación social de los alumnos. La escuela puede sepultar las esperanzas de crecimiento personal de los niños y jóvenes, convenciéndolos de que sus limitaciones son insuperables. Por el contrario, puede hacerlos crecer, desarrollando la fe en la potencialidad del desarrollo humano, gracias al esfuerzo. Si formamos alumnos temerosos, si los padres, las autoridades educativas, los maestros, sucumben ante el síndrome del menosprecio del esfuerzo, muchos individuos, e incluso la sociedad, como un todo, fracasarán. En cambio, si se estimula el esfuerzo y se logra convertirlo en una virtud arraigada en el sistema educativo, nuestro nivel se levantará, en lo colectivo y en lo individual.
Sin duda, debemos crear condiciones tan buenas como sea posible para el desenvolvimiento de las personas. Pero incluso cuando no sean las mejores, el educador debe promover el esfuerzo como un valor fundamental de superación. ¡Qué sería de un país donde las autoridades les digan a los jóvenes, ustedes no pueden superar su condición porque son pobres y no vale la pena que hagan esfuerzos, pues de todas maneras no lograrán dar la talla! Innumerables ejemplos atestiguan lo contrario.
El país mismo se levantó de la miseria —aunque quede mucho por hacer—, gracias al heroico esfuerzo de muchas personas que no se detuvieron a pensar en sus debilidades, tal como hizo el niño cuando rompió la capa de hielo. Por eso hay que llevar adelante una lucha contra el facilismo en pedagogía, uno de los grandes males que acechan siempre.
Es imprescindible lograr que los alumnos se asuman como personas capaces de superarse, gracias a su voluntad, desde la educación preescolar hasta la universitaria.
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¿Optará el nuevo ministro de Educación por fortalecer el prejuicio de que los alumnos no pueden enfrentar las pruebas de bachillerato? ¿Fomentará la percepción negativa que muchos tienen de sí mismos y los hará sentirse incapaces de levantarse sobre sus limitaciones, gracias a un acto serio de voluntad? ¿Caerán la autoridades en la tentación de promover el populismo educativo? ¿Quedará la buena educación solo para los ricos, pues a los pobres se les considera incapaces de hacer el esfuerzo necesario para alcanzar niveles mínimos de formación? ¿Quedaremos como un país de tercera en el ámbito de la competencia internacional? Muchos costarricenses esperamos que no sea así.
En relación con el tema del bachillerato, la seriedad se ha impuesto, hasta hoy. Espero siga imperando. Tal vez estas reflexiones ayuden a hacerlo posible. Ojalá no nos agotemos deshaciendo lo ganado, en lugar de emprender con firmeza la marcha hacia adelante.
Complacer los deseos de quienes prefieren seguir la línea del menor esfuerzo en muchos aspectos y no solo en educación puede granjear simpatías... por algún tiempo. Más tarde generará desprecio.
El autor es exministro de Educación.