De todos mis años educativos en Costa Rica, en los que tuve maestros excelentes, tanto nacionales como extranjeros, nadie más determinante en mi vida intelectual como doña Hilda Chen Apuy, con un “doña” que se le aplicaba, no por estado civil, pues era soltera, ni por edad, sino por un aura de respeto y de sabiduría que de ella afloraba de manera natural.
Como tantos otros, la tuve de maestra de Historia de la Cultura en Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica (UCR), y su papel no fue temporal ni anecdótico, sino decisivo y permanente a lo largo de toda mi vida. Entré en la universidad procedente del colegio Seminario, con un horizonte muy reducido de opciones de estudio, debido, sobre todo, a las expectativas sociales de entonces con respecto a lo que un hombre podía estudiar, básicamente Derecho, ingenierías, Medicina y afines, como Odontología. Yo me decidí por Medicina y, debido a mis buenas calificaciones, entré directamente a la carrera, todo un logro, dada su alta demanda. Igual tenía que cumplir con “las generales”, como se decía.
Ahí me esperaba una vuelta del destino, con el rostro de doña Hilda, pues fue ella mi introductora a un campo prácticamente desconocido para mí hasta ese entonces: el de la historia y las ciencias sociales, ámbito que me impresionó mucho, al grado que, al final de ese año, decidí abandonar la carrera de Medicina por ¡la Antropología!, ante el escándalo de la familia, algunas amistades y hasta otros profesores de la universidad.
¿Antropología? ¿Qué es eso? ¿Para qué sirve? ¿De qué vas a vivir?, etc., etc., eran parte de la retahíla de cuestionamientos que me asediaba desde diversos lados, como hidra de múltiples cabezas preguntonas. Solo doña Hilda me apoyó incondicionalmente en mi giro hacia las humanidades y la historia, y luego hacia la literatura, no como aficiones secundarias, sino como actividades centrales.
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Estrecha amistad. Desde entonces, nuestra relación como maestra y discípulo fue continua, incluso cuando abandoné el país. En cada visita que hacía al terruño, iba a verla, pues siempre me invitaba a su casa, ya fuera a su apartamento de San Pedro, como a su casa de Tibás, cerca del cementerio.
Cuando mis papás murieron, se volvió casi un ritual que, tras visitar su tumba, pasara a verla y conversáramos largamente de múltiples asuntos de cultura, historia y política, siempre muy a la escucha de mi parte, pues hay que reconocer que, cuando ella tomaba la palabra, costaba hacer la réplica.
Como bien decía jocosamente otra maestra querida, María Eugenia Dengo, muy amiga de doña Hilda, ambas “hablaban con párrafo largo”. Durante un tiempo, cuando ya doña Hilda no podía comunicarse por su enfermedad, yo llamaba desde México a doña María Eugenia, para que me pusiera al tanto de la evolución de doña Hilda. Y se fue primero doña María Eugenia…
¡Tantas cosas que le debo a doña Hilda!: primeras noticias de la historia antigua de México, de la India, de Japón; arte asiático (llevé todo un curso que dio en el Museo de Arte Costarricense), budismo, hinduismo (el último libro que me regaló fue El silencio del Buddha. Una introducción al ateísmo religioso, de Raimon Panikkar, a quien admiraba mucho y sobre quien escribió). Pero también temas de política inmediata: contra la instalación de maquiladoras; contra los totalitarismos de variado signo, incluido el comunista (que tantos enemigos le generaba en la universidad, pues ella mostraba en la práctica que se podía ser contestataria, incluso revolucionaria, sin ser “de izquierda”, según la visión anquilosada); contra el Tratado de Libre Comercio (en sus últimos años de actividad), en lo que diferíamos un poco. Todo estos asuntos y muchos otros más, pues era un hervidero de ideas e iniciativas.
Fue ella quien me introdujo en un campo que nunca he abandonado: la lectura de literatura japonesa, aunque nuestros gustos no solían coincidir: ella prefería a Kenzaburo Oe, quizá por su lado social; yo a Yukio Mishima, a quien ella rechazaba, no por su estética, sino por su postura política y quién sabe si por su sexualidad. En fin, tantos y tantos temas que podría mencionar, todo esto en un ambiente relajado, que combinaba el rigor intelectual con el entusiasmo por las ideas.
Culturas preferidas. Pese a sus orígenes chinos, la cultura de ese país no fue una de sus prioridades (quizá porque el maoísmo, por entonces imperante, le habría cerrado una exploración in situ del país), por lo que Japón y la India fueron sus países asiáticos preferidos.
Como me dijo una vez, a Japón lo admiraba por como se había levantado después de la Segunda Guerra Mundial y su larga y exquisita cultura, pero su frialdad afectiva la mantenía a distancia; su corazón, su sentir espiritual, estaban con la India, tanto en su faceta budista como hindú.
Quizá aquí se observaban ecos de su maestro teósofo Roberto Brenes Mesén, a quien siempre mencionaba, aunque también a Joaquín García Monge, Abelardo Bonilla y al hondureño Froylán Turcios, quien en sus últimos años vivió en San José, donde montó una librería y más de un libro le regaló a la talentosa joven que lo visitaba.
Su labor académica de estudios asiáticos no siempre fue bien apreciada, pues las mentes aldeanas e inmediatistas se preguntaban para qué enseñar sánscrito en Costa Rica. No debemos olvidar, además, que, aunque notable académica, doña Hilda tuvo también alma de artista, como lo muestra su gusto por la danza clásica de la India, que bailó de joven (en la Sociedad Teosófica algunos miembros se acordaban de cuando danzó en su salón principal), así como su veta literaria (poesía, cuento breve, prosa poética), recogido mucho de este material en dos libros: De la vida, del amor y la amistad y Un puente entre culturas, más de tipo ensayístico, y, sobre todo, En el pabellón de la primavera. Cuentos, meditaciones y poemas en prosa, ambos editados con la ayuda amorosa de Manuel Araya Incera, a quien debemos agradecer que se haya tomado tal trabajo de recopilación.
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Lo que empezó siendo una relación envidiable de maestra y discípulo, terminó siendo la de dos amigos unidos por la cultura y el espíritu. La última vez que la vi fue en el asilo de ancianos donde estaba recluida, en barrio Escalante, aislada de este mundo que tanto la maravillara, sin verlo y sin oírlo.
Ella estaba acostada en su cama, con la mirada perdida, aunque seguramente explorando alguna estrella de oriente, y yo permanecí a su lado, en silencio, con el corazón contrito, añorando sus párrafos largos y sus ideas altas. Sostuve una de sus manos entre las mías y ahí reposó como un pájaro dispuesto al vuelo, apenas lo soltaran, y el lunes me enteré de que, finalmente, voló.
Honra eterna a la querida maestra, inolvidable, siempre viva amiga, que habitará indemne en una esquina de mi corazón.
El autor es escritor.