En Europa se ha hecho popular el acrónimo GAFA para referirse a los cuatro megaemporios tecnológicos contemporáneos: Google, Apple, Facebook y Amazon. En esencia, el término se refiere al imperio de inteligencia artificial al que, a través de los diversos aparatos tecnológicos, muchos están entregando su albedrío.
Ingentes masas sumergidas en la vorágine del avance cibernético sin ningún sentido crítico recurren a los productos, portales e instrumentos de dichas corporaciones, que deciden ahora por ellos qué información recibir, qué productos consumir y cómo entretenerse.
Allí hay un doble juego perverso. Por una parte, conforme más nos involucramos con ellas, de forma más sofisticada llegan a conocer nuestras preferencias, gustos, aspiraciones, tendencias y objetivos, así como el círculo social al que pertenecemos.
Por otra, conforme van catalogando las tendencias de la ciudadanía tienen la capacidad de ir “troquelando” la sociedad según sus intenciones y objetivos corporativos. Conforme el proceso continúa avanzando, aquella dinámica tiende a abrazar la personalidad e intimidad del sujeto de forma más totalitaria, al punto que llegará el momento cuando, como una sola entidad, el aparato digital se fundirá con nuestros propios cuerpos.
Quien dude de esto último, sepa que ya existen artefactos diseñados en función del objetivo, como las nuevas anteojeras de Google, que incluso abstraen a la persona de su realidad y la involucran en un entorno virtual paralelo, haciendo del ser humano algo parecido a un robot.
Otro atisbo de lo porvenir lo ofrecen los relojes con funciones omnímodas, desarrollados por empresas de tecnología celular. Por ello es que, si hay un discurso paradójico, es el de esas grandes corporaciones del mundo cibernético, que abrazan con particular entusiasmo la retórica de la promoción y la defensa de la libertad individual, pero, a la vez, al mejor estilo del “mundo feliz” huxleano, uniforman las conductas humanas corroyendo los cimientos de la individualidad.
Múltiples formas. La más peligrosa es la automatización de nuestras decisiones por medio de los algoritmos digitales. Así, las elecciones resultan prácticamente predeterminadas por estos emporios. Al extremo que nuestras posibilidades y capacidades más simples de investigación y análisis quedan reducidas a nada. Si bien no cabe duda de que dichos adelantos facilitan nuestras vidas, la amenaza latente consiste en que cuestiones tan elementales como una ruta hacia determinado lugar termina siendo un asunto en el que carecemos de propia capacidad y voluntad.
Sin la más ínfima vocación de exploración propia, nos limitamos a ser ciberdirigidos por el omnipotente aparato digital en el cual ponemos una ciega confianza. Aunque ese asunto sea de menor monta, el problema radica en que la misma lógica opera para otros aspectos que sí son fundamentales en nuestra existencia. Como lo es, por ejemplo, la información que consumimos.
Al final del camino, los ciudadanos ceden de forma acrítica toda su iniciativa a la web, y como dichas corporaciones tienen una vocación enfocada en la subcultura del consumo inmediato, terminamos absortos en una suerte de telaraña informativa estilo kitsch.
En dicho escenario, si dependemos estrictamente del aparato tecnológico, resultamos invadidos de datos brutalmente vacíos; baladíes obscenidades de la última socialité de moda o la jugada espectacular atribuida a un futbolista popular.
En esta línea de razonamiento, Franklin Foer, un combativo periodista que advierte sobre los peligros de esta tendencia, publicó una estadística alarmante de cómo Internet ha deteriorado el hábito de lectura de los ciudadanos estadounidenses. El 62 % de ellos no se informa accediendo a fuentes directas serias, sino con lo que les suministran, por la vía del algoritmo, los emporios de Internet.
O aún peor, alimentándose de las reseñas que reciben por cualquier vía digital, muchísimas de ellas falsas, o trash (información basura). La advertencia de Foer va más allá y aborda la peligrosa dependencia financiera en la cual los monopolios tecnológicos están sometiendo a los proveedores de noticias, pues para sobrevivir muchos de ellos se ven obligados a subordinar sus políticas informativas rigurosas a cambio de un sensacionalismo que les permita obtener más clics de acceso de los usuarios y obtener mejor rating en los algoritmos, tanto de los grandes buscadores digitales como de los servicios de las redes sociales.
De hecho, muchas de las más famosas crónicas fraudulentas han surgido en medios cuyo afán ha sido el de complacer esta corriente y no el de hacer honor al ideal periodístico genuino, que esencialmente consiste en dos condiciones éticas: que lo publicado merezca ser informado y que sea cierto.
Trampa. Así, la tremenda paradoja es que, en momentos cuando más se habla sobre la necesidad de democratizar el conocimiento, lo que esta dinámica ha engendrado es, por una parte, la más grande concentración de poder informativo en la historia humana y, por la otra, una enorme capacidad de manipular, desinformar o crear caos por la vía del dato falso.
Lo que está en juego es la supervivencia de la cultura y, por ende, la prevalencia del ideal humano como propósito de existencia.
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Es cierto que una vocación cibercéntrica nos facilita la vida, pues permite que mucho del trabajo lo hagan por nosotros los medios digitales. Pero quien constantemente toma atajos, al final del camino acarreará las consecuencias al evitar pagar el precio del esfuerzo que requieren los objetivos a los que aspira. De ahí que, en aras de proteger nuestra libertad y cultura, es una responsabilidad individual sopesar las implicaciones que en nuestras vidas tiene una cotidianidad tan cibercentrada y, por tanto, tan entregada al control de los monopolios del mundo digital.
Recordemos que, expuesta definitivamente nuestra intimidad, nuestra individualidad y nuestro albedrío, recuperar esos tesoros perdidos es una tarea titánica.
El autor es abogado constitucionalista.