La elección de Biden hermanó al mundo en un suspiro de alivio. Salvo para el número inusitado de seguidores de Trump, hasta los rivales de Estados Unidos debieron sentirse aligerados con un nuevo presidente.
Biden, curtido, racional y predictible, ofrecía empatía frente a prepotencia, experiencia contra improvisación, delicadeza a vulgaridad, y discernimiento ante irreflexión. Nadie como él para encarnar acentuados contrastes con quien abandonaba aliados, renegaba de compromisos, menospreciaba el multilateralismo y azuzaba la xenofobia. Su desprecio por la ciencia en plena pandemia precipitó la salida de Trump de la oficina oval.
Pero aquel suspiro universal fue, tal vez, prematuro. Una fuerza subyacente respondía por el formidable número de votantes de Trump, quien perdiendo tuvo más votos que los anteriores presidentes ganando. Algo debía significar ese masivo apoyo.
En su figura caricaturesca se concentraban los peores instintos de gran potencia hegemónica venida a menos, con una cultura racista y xenófoba. Esos sentimientos retrógrados no se desvanecieron con el nuevo huésped del 1600 de la avenida Pensilvania.
En las venas del electorado corren predisposiciones latentes que alimentan el revanchismo del Partido Republicano y hacen contrapeso a las fuerzas que llevaron a Biden a la Casa Blanca. El escaso margen de gobernanza de Biden refleja el peso de esas tendencias que se manifiestan en un empate en el Senado y escasa mayoría en la Cámara de Representantes.
Los dos votos que llevan al empate en el Senado son de estados con fuerte influencia de Trump. Eso los hace particularmente cuidadosos al analizar propuestas controversiales y dificultan a los demócratas cumplir sus promesas electorales: ley migratoria, consolidación de la democracia electoral, masiva inversión en infraestructura, educación y medioambiente.
En cada capítulo controvertido está en jaque el respaldo de un electorado nervioso, que podría desanimarse en las elecciones legislativas de medio período, frente a una arremetida republicana que sigue con Trump como contrapeso dominante. A eso se añaden las divisiones propias de los demócratas, con una izquierda impaciente que acentúa las contradicciones legislativas. El panorama de Biden tiene sobradas dificultades para emprender una política coherente que aleje al país del espectro de Trump.
Lo anterior explicaría el fondo político que dificulta la labor de Biden. Pero en el escenario nacional y en la política mundial, Biden no está marcando, ni de forma ni de fondo, una diferencia contundente con Trump. Su pésima conducción de la retirada de Afganistán, el torpe e inhumano tratamiento de haitianos en Texas y el grotesco manejo de relaciones con Francia contrastan con las expectativas puestas en un político experimentado y particularmente empático, como Biden.
En esos escenarios quedó debiendo. A eso se añade un giro de eje político hacia Asia, pero no acentuando la estrategia positiva del comercio y la cooperación, sino la oposición militar a China, con rasgos reminiscentes de la vieja Guerra Fría.
Afganistán era una guerra perdida desde sus mismas premisas. Se había entendido hacía más de diez años. Los prejuicios nacionales y la casta militar manipularon a Obama en dirección opuesta y perpetuó la guerra sin sentido alguno. Había que salir de ahí. Pero ni siquiera la imaginación más pesimista pudo haber predicho una retirada más desastrosa, conducida por un político presumidamente prudente.
De Trump habríamos podido esperar cuerpos cayendo de aviones que escapaban de Kabul en vergonzosa retirada. De Biden, era impensable. Y, además, concluyó con un ataque de drones en el cual murieron siete niños inocentes.
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Si algo prometió Biden, fue un trato humano en política migratoria. De hecho, Kamala Harris fue comisionada para atender las causas sociales de las olas migratorias del triángulo norte. Presumiblemente, no obedecían directrices presidenciales los jinetes texanos que arreaban haitianos como ganado. Pero desalojar la frontera y deportar a migrantes en masa, sin debido proceso, fue una conducta atroz, que evocó los momentos más inhumanos de Trump.
Con Francia hubo simple, inaudita y llana torpeza. Después de meses de tratos a escondidas con Australia, arrebatarle en secreto un enorme negocio militar a un aliado fue una conducta digna de la grosería diplomática de Trump. Fue un «America first, pero sin tuits», parafraseando a Jean-Yves Le Drian, canciller francés.
El pretexto blandido para darle un codazo anglosajón a Francia fue enfrentar mejor a China en el Pacífico asiático. Eso es todavía más preocupante. Para contrarrestar la influencia de Pekín, Obama había creado, en cambio, un andamiaje de comercio, inversión y cooperación, con un acuerdo comercial con 11 países de la Cuenca del Pacífico, el Trans-Pacific Partnership (TPP).
Trump renegó de él. Ahora Biden tendría la oportunidad de adherirse a las naciones que decidieron integrarse, aun sin Estados Unidos. Ni asomo de semejante «giro». En cambio, el mismo día que a Macron lo enfureció el acuerdo con Australia, China solicitó su adhesión.
China tiene otra estrategia: reforzar su presencia comercial, crear infraestructura internacional, abrir nuevos puertos y concertar alianzas estratégicas de cooperación que llegan hasta nuestras puertas. Enfatizando, empero, lo militar, Biden todavía no demuestra, en eso, contraste con su antecesor.
En sus primeros meses de gobierno, el mundo necesitaba que Biden recuperara la credibilidad perdida de su país. Por debilidad interna, torpeza diplomática y escasa visión, no ha sido posible.
Se acercan las elecciones de medio período, y de ellas depende la gobernanza de Estados Unidos. El espectro de un retorno de Trump provoca nuevo nerviosismo en el mundo. En ningún escenario la incertidumbre se ha desvanecido. Al alivio de las elecciones siguió una expectante prudencia, cargada de preocupantes augurios.
La autora es catedrática de la UNED.