El 6 de noviembre de 1949, un domingo, a últimas horas de la tarde y primeras de la noche, en las salas no demasiado bien iluminadas del Palacio Nacional, se ponía el mayor esmero en completar el texto manuscrito de la Constitución que al día siguiente firmarían los constituyentes, y que después de meses de trabajo daría testimonio de su voluntad.
No era tarea sencilla, porque en la modalidad operativa adoptada por la Asamblea Nacional Constituyente, que fue aprendiendo su oficio sobre la marcha, se acumulaban innumerables papeles, y en algunos casos, muy pocos por cierto, cabía la duda de lo que realmente había sido aprobado; la letra de los padres de la patria no siempre era legible sin dificultad, había tachaduras, palabras superpuestas, los consabidos vestigios de entendimientos y desentendimientos: pero no podía cometerse ningún error, el texto debía ser escrupulosamente fiel a lo pactado.
Eran, como si dijéramos, las miserias materiales de una labor prodigiosa emprendida por personas que al principio casi no se conocían, que entonces recelaban unas de otras, pero que con el correr del tiempo se fueron amigando, animadas por la creciente confianza en la lealtad recíproca entre iguales que pensaban distinto.
Cuando el manuscrito estuviera listo y comenzaran a consignarse al pie los nombres de cada uno, tanto trabajo realizado en un plazo razonable sería cosa del pasado, y el producto, un documento destinado a lo que se destinan las más de las veces las constituciones, a durar y perdurar hasta que nuevos e imprevisibles acontecimientos las revoquen.
Pero tal cosa no estaba en la mente de nadie. La tarea artesanal que se completaba esa noche en medio de una ciudad a esas horas ya casi despoblada, transitada por leves corrientes de aire que presagiaban las cercanas Navidades, tampoco rezumaba aprensiones históricas. Todo era de una modestia, una cercanía y una rutina que se correspondían con la fría indiferencia con que se recibiría el notable suceso de la restitución del orden constitucional, que de algún modo presagiaba la cicatrización de los dramas que le habían precedido.
Al día siguiente, 7 del mes, se firmó el documento: la Constitución entró en vigor el 8, llena de prudentes consejos sobre lo que en adelante debíamos hacer para vivir en buen entendimiento, y de lo que nos convenía evitar con ese mismo fin.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPI Legal.