Circula por ahí un video genial del médico argentino David López Rosetti sobre la curva de la felicidad. Cuando me llegó, cruzó velozmente por mi mente la forma tan tica de llamar la curva ubicada a la altura de la cintura, “la jaibolera” (pancita rebosante, esmeradamente cultivada con jaiboles, cervezas y boquitas), pero no; tampoco los donosos memes que irrumpen en las redes, como el de la divina maléfica: “Se me antoja tener un cuerpazo perfecto, pero más se me antojan unos tacos”.
Si bien todos tienen picardía y algo de razón, López no va por ahí. Pero, antes de adentrarnos en él, debemos hacer la tarea: definir ese escurridizo vocablo según diccionarios convencionales: “Estado de ánimo de la persona que se siente plenamente satisfecha por gozar de lo que desea o disfrutar de algo bueno”. Así, deseo y satisfacción se toman de la mano para sacarnos una sonrisa.
Los ratones de biblioteca (como ustedes) y navegantes en Internet (como yo) hallarán múltiples frases de célebres filósofos y poetas. Sócrates: “El secreto de la felicidad no se encuentra en la búsqueda de más, sino en el desarrollo de la capacidad para disfrutar de menos”; Platón: “El hombre que hace que todo lo que lleve a la felicidad dependa de él y no de los demás habrá adoptado el mejor plan para vivir feliz”; Aristóteles: “La felicidad depende de uno mismo”; y John S. Mill (no podía faltar un economista) aprendió a buscar su felicidad limitando sus deseos (no lo dijo en sentido corporal, no se inquieten).
Esos y otros pensadores nos preparan para recibir a López Rosetti. Es una reflexión en las distintas etapas de la vida. El estrés es sinónimo de sufrimiento y, lo contrario, se llama felicidad. ¿Se puede medir? Sí, responde, mediante un índice de bienestar subjetivo percibido de acuerdo con la calidad de vida. Como Sócrates, rechaza que calidad equivalga a cantidad (uno puede acumular $1.000.000 sin ser feliz), y la medición procede al comparar la realidad vivencial (de hecho) con lo que uno quisiera ser o tener. Si la brecha entre las dos (delta) es muy grande, no hay calidad de vida.
En ese afán, distingue varias etapas: a los 20, se está lleno de ilusiones y mil cosas por hacer, y soñar concede calidad de vida; entre los 40 y 50 viene la decepción, pues la realidad vivencial suele diferir de las aspiraciones (están jodidos); pero, después de los 60, se pone buena la cosa: nos volvemos más conformes con lo que somos, valoramos lo que tenemos (aunque sea poco) y a quienes tenemos (te valen los demás). Como la vida se acorta, empiezas a disfrutarla. Sientes que, por fin, la emoción doblega a la razón y comienzas de nuevo a vivir.
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