¿Qué hacer con los bancos públicos? Antes de responder, debo recordar lo blandengue que ha sido la clase política y cómo el trasnochado sesgo ideológico le impide adoptar decisiones acordes con la compleja situación fiscal.
No coma cuento: los bancos públicos nunca han sido ni serán de los costarricenses (la abuela, al menos, heredó las joyas a sus nietas). Nosotros no tenemos acciones, no nos reparten dividendos, cuesta arrancarles crédito (salvo con deleznables patas políticas) y, si nos lo dan, los intereses en colones son horrendos y hay que hipotecar hasta el alma (la mía no es sujeto de crédito, por pecadora). El supuesto propietario, don Gobierno, tampoco percibe dividendos y debe asumir las pérdidas de los fallidos que luego nos traslada con impuestos, inflación y altos intereses. Los únicos que pellizcan son sus sindicatos: se embolsan el 15 % de las utilidades y jugosas remuneraciones.
La banca pública acarrea pecados originales: la ineficiencia intrínseca a las empresas públicas, ausencia del incentivo de un dueño natural y su correspondiente vigilancia (el ojo del amo engorda el caballo), y la nefasta influencia política. El sesgo ideológico y los malos manejos causaron la quiebra de los bancos pequeños y el debilitamiento de los grandes. Tratar de mejorar su gobernanza y el nombramiento de los directivos son meros paliativos.
Por eso tuve, y sostengo, la tesis de que hay que privatizarlos cuando todavía valen algo. En 1992, siendo presidente del Banco Central, lo propuse por primera vez y me llovieron los peroles; hace cuatro años, volví a hacerlo para atraer fondos externos en vez de subir impuestos y usar el capital para redimir deuda pública (cuyos intereses ahogan el presupuesto); después, sugerí vender el Crédito Agrícola antes de la debacle. Esta vez, no tuve que esquivar peroles, pero el gobierno se negó rotundamente. Dijo que podía salvarlo, transformar su vocación y otros dislates.
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Por cabezonada de Luis Guillermo y, de Helio, su faiblesse (suena menos duro en francés), el déficit fiscal brincó de un 6,2 % del PIB al 6,6 % en el 2017, según la Contraloría. Si se hubiera vendido a tiempo y achicado la deuda e intereses, todos habríamos ganado.
Ahora, la receta es más impuestos. Por suerte, los prejuicios han cambiado. Este podría ser un buen momento para actuar. La frescura intelectual y exquisita juventud de las nuevas damas parlamentarias podrían marcar la diferencia.
jorge.guardiaquiros@yahoo.com