¿Renuncia voluntaria o separación inducida? Es la cuestión que deambula en el ambiente. He oído muchas respuestas, incluida la de la propia exministra, pero ninguna me satisface. Hay que hallar la verdadera razón para clarificar de dónde vienen y hacia dónde van las finanzas públicas.
La coincidencia entre la capitulación del gobierno ante los rectores y la sanción de la Contraloría pareciera más que casualidad. La pena se veía venir. Era inexorable (dura lex, sed lex), pero, a mi juicio, no fue la razón principal. Ya el país la había perdonado y el presidente pudo haberlo hecho también. Hay otras causas más profundas. La conducta de Alvarado y su ministro de la Presidencia a las presiones —débil, complaciente, repetitiva— fue la gota que rebosó la copa. Ante tantas afrentas, noblesse oblige. Yo habría hecho lo mismo.
Otra razón poderosa, anticipada cuando escribí mi “Flor de un día” sobre el presupuesto del 2020 (“Ringleras presupuestarias”), es que una rigurosa disciplina fiscal agota personal y políticamente. Afloran voces contrarias a la austeridad. Luchar contra los privilegios es una tarea titánica a la que pocos ministros sobreviven, sobre todo en un mar picado si el capitán legitima los motines.
Mucho tiene que ver con el acuerdo Alvarado-Piza para la 2. ª ronda. Aunque tenía cosas buenas, como la regla fiscal, incluía otras mal concebidas: la excesiva gradualidad del ajuste y el sesgo impositivo en vez de un recorte frontal. Eso lo convertía en un plan recesivo, fatal para el crecimiento, el empleo y la pobreza. Con una mixtura diferente, el acuerdo habría empañado menos las expectativas y fructificado más temprano. Piza y Edna lo sobrestimaron, pero, cuando otearon el deterioro económico y la restauración de la filosofía PAC, se curaron en salud y se fueron. Fue el inicio del fin del equipo económico, dije en su oportunidad. Era mejor ponerse una vez colorado que cien veces amarillo, como decían los abuelos.
Hoy, me toca a mí curarme en salud. Hace poco, antes del último avatar fiscal, dije que íbamos recobrando poco a poco la tranquilidad. Ya no estoy tan seguro. Rocío, al entrar, exacerbó las expectativas por insistir en que, sin impuestos, recrearíamos la crisis de 1980 y, al salir, nos llenó nuevamente de zozobra, pues, con su temple, logró hacerse indispensable. ¡Qué ironía! La suya fue una muerte anunciada. García Márquez no la habría descrito mejor.
El autor es economista y abogado.