Los países se han constituido en partes concernidas en el calentamiento del planeta durante 30 años. En Kioto, en 1995, se estableció un mapa de ruta con acuerdos de reducción de emisiones de gases de efecto invernadero para que la temperatura de la tierra no aumente más de 1,50 °C con respecto a los niveles anteriores a la Revolución Industrial.
El cambio climático no es teoría. Sus impactos abundan, pero mitigar el flagelo es un reto político y cada país asume responsabilidades en la medida que su liderazgo y el manejo de sus propias contradicciones internas se lo permitan.
Año tras año se celebran las Cumbres de las Partes (COP) para hacer un balance de los compromisos asumidos y contrastarlos con su impacto en el calentamiento de la tierra. Y la humanidad enfrenta, vez tras vez, constante frustración: inobservancia de lo convenido y recuento de daños por esas omisiones. La tierra se sigue recalentando. Cuando llegó la COP21, en París, el planeta ya registraba 1,20 °C más que en la era preindustrial.
El Acuerdo de París fue emblemático. Nunca hubo tal consenso alrededor de la urgencia climática. De ahí se derivaron compromisos concretos para reducir emisiones. La COP26, en Glasgow, será la primera ocasión para evaluar el cumplimiento de cada país para salvar la tierra. Precede a esta cumbre un anuncio dramático. El Panel Intergubernamental del Cambio Climático de la ONU afirmó que el clima ya cambió y sus impactos estamos apenas comenzando a vivirlos.
Si se felicitara a la COP26 de haber cumplido aquella hipotética meta de París, tendrá que aceptar que no era suficiente y que las cosas pueden ser todavía peores, porque aun cumpliendo las condiciones pactadas en Francia, la temperatura seguirá aumentando hasta unos catastróficos 2,70 °C a finales del siglo. De ahí la importancia de compromisos más radicales.
Pero a la COP26 la precede otro análisis devastador. El Instituto del Ambiente de Estocolmo publicó un informe sobre una contradicción internacional en las políticas sobre cambio climático: al mismo tiempo que grandes países industrializados se comprometían a disminuir sus emisiones, calculaban, de aquí al 2030, producir más del doble de los combustibles fósiles de lo que sería coherente con los objetivos de París.
Ese informe presenta la «brecha de producción» como nuevo instrumento de análisis. Se define como la discrepancia entre la producción de combustibles fósiles planificada por los países y los volúmenes de producción compatibles con los compromisos de París.
El reporte es una mirada al absurdo que vivimos: compromisos para reducir las emisiones y, a la vez, planes de aumentar la producción de los combustibles que las provocan. Es un mundo enloquecido.
Hablemos entonces de producción, y no de emisiones. Según el Acuerdo de París, cada año, entre el 2020 y el 2030, la explotación mundial de carbón, petróleo y gas tendría que disminuir un 11, un 4 y un 3 %, respectivamente. Ese no es el caso. Los gobiernos planean un aumento colectivo del 240 % más de carbón, el 57 % más de petróleo y el 71 % más de gas.
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De acuerdo con las políticas actuales, se producirá mundialmente un 110 % más de combustibles fósiles de lo que correspondería para cumplir la disminución comprometida en París. Lo que viene es peor. La perspectiva es un 45 % por encima de lo necesario para frenar el calentamiento en menos de 2,70 °C.
La perspectiva climática es aún más grave después de la parálisis de la economía mundial debida a la covid-19. La reactivación ha incrementado la inversión en hidrocarburos. El G20 ha invertido cerca de $300.000 millones en actividades vinculadas con los combustibles fósiles. Mucho más de lo que se destina a energías limpias.
Ningún país puede decir que ha cumplido los compromisos asumidos, ni en Kioto ni en París. Enfrentar la fuerza de la inercia tiene un enorme costo. Todo lo construido tiene la forma de nuestro estilo de vida. Frenar una economía contaminante es tarea titánica; echar marcha atrás, casi una quimera.
A fin de cuentas, lo que determinará la disminución de emisiones es la inversión para financiar una transición hacia una matriz energética basada en energías limpias. En ese sentido, los organismos financieros han detenido créditos a las plantas de carbón, pero no financian la transición. Xi Jinping anunció que, en la Ruta de la Seda, China excluiría financiar proyectos de extracción y uso de carbón.
Por otra parte, la lucha climática ha visto cómo los protagonismos se trastocan. Estados Unidos tuvo liderazgo en París, pero se desdijo, bajo la presidencia de Donald Trump. China, en cambio, no se comprometió en París, pero ahora tiene claro liderazgo.
En el 2020, Xi afirmó en la ONU que su meta en Glasgow sería cero emisiones netas en el 2060. China es uno de los países poseedores de una mayor matriz energética basada en carbón y el que más inversión necesita para la transición. Su paso a energías limpias supone una inversión colosal, pero China ya emprendió el camino, y es hoy el principal productor mundial de paneles solares y vehículos eléctricos.
Con Joe Biden, Estados Unidos, segundo contaminador global, procura dar un giro verde, con fuerte inversión en energías limpias. Ambos propósitos de factibilidad técnica tienen difícil viabilidad política, porque afectan poblaciones locales, industrias dependientes de combustibles fósiles y a los políticos que las representan.
Biden llega con las manos atadas para aprobar las inversiones de transición y suprimir la producción de carbón. El voto decisivo de Joe Manchin, opuesto a esas políticas, lo veda.
Las consecuencias de nuestro pasado determinan nuestro futuro y la pasividad del presente lo agravan más. Por eso, es evidente que entre Estados Unidos y China está el éxito imaginable de detener el calentamiento de la tierra. Una relación pacífica y colaborativa de esos dos gigantes es la gran utopía climática de Glasgow.
La autora es catedrática de la UNED.