La primera década del siglo XXI en Costa Rica fue de transición política: acabó el bipartidismo, herencia de la guerra civil de 1948; surgieron nuevos partidos, grupos gremiales de toda persuasión adquirieron gran influencia en la política pública y las mayorías ciudadanas se alejaron de la política partidaria.
La segunda década, que estamos por concluir, ha sido la del inicio de una nueva era: la de la democracia sin partidos. Me dirán: “Varguitas, ¿cómo se le ocurre decir eso ahora que dos partidos se disputan la presidencia del país?”.
Insisto en mi tesis, aunque debo explicarla. Por supuesto que los partidos existen. Sin embargo, son puras ficciones legales, cuyas débiles e intermitentes estructuras existen solo para cumplir los requisitos del Código Electoral. Si no fuera porque la Constitución Política dice que un ciudadano solo puede ser elegido a un cargo público por medio de un partido, hace rato habrían dejado de existir.
Fuera de eso, no hay vida: no tienen locales en las comunidades ni centros de pensamiento, no tienen influencia sobre organizaciones sociales o presencia en las discusiones nacionales. Si no eligen a nadie, hibernan cuatro años; si eligen su cuota de diputados, alcaldes o regidores, la vida partidaria, financiada con fondos públicos, se limita a las cuatro paredes de la institución en la que aquellos laboran, sin irradiar al resto de la vida social. Los partidos no existen como entidades sociológicas, como realidades reales, sino como figuras jurídicas.
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Algunos me dirán que esta caracterización no cubre a todas las agrupaciones. “¿No ve a esos partidos asociados a Iglesias y a movimientos religiosos de base? ¿No hay ahí partidos con sustancia real?”. Diría que no, que lo que tenemos ahí es una situación inversa: movimientos sociorreligiosos que irrumpen en la política –casos de inclusión política– en los que el partido es una incipiente superestructura. Agrego: no es la primera vez en nuestra historia que Iglesias incursionan en la política electoral.
Aclarado el punto: ¿Cómo es una democracia sin partidos? Es más inestable, incierta e impredecible: se mueve a golpes de coyuntura. Sin partidos para amarrar duraderamente política y sociedad, toda política pública puede variar según la correlación de fuerzas del momento. Hasta el contrato social básico queda abierto a los golpes de mano. Se abre una era riesgosa.
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