En estos tiempos de crisis y desánimo no son frecuentes los días en que uno saca pecho por este país. El martes pasado fue uno de ellos: se cumplieron 72 años de la abolición del ejército de Costa Rica. Un hito histórico mundial y un acontecimiento que cambió el rostro de nuestra sociedad, ojalá para siempre: siete décadas sin generales, coroneles, tanques, cañones, fuerza área, uniformes, botas y charreteras. ¡Qué rico me sabe mi país!
De vez en cuando escucho opiniones afirmando que a este pueblo le faltan «copitos», que somos unos blandengues y domesticados porque no tenemos un ejército que nos haya educado en «hombría» para así pararnos firmes frente a los gobiernillos de turno.
Hay, sin duda, una masculinidad tóxica en tal creencia —que para ser hombre hay que aprender a matar y herir— y mucha tontería también. Los ejércitos en América Latina, nuestro vecindario inmediato, solo han servido para «disparar hacia dentro»: reprimir, quitar y poner presidentes; y, también, para «vivir del cuento»: dar regalías a sus miembros (pensiones especiales, tiendas libres de impuestos, hospitales propios) y, por qué no decirlo, tener licencia para los negocios ilícitos. No, muchas gracias, esa escuela no.
Frecuentemente argumentamos la importancia de haber abolido el ejército en términos del desarrollo económico social que facilitó. La plata que se nos hubiese ido en toda la parafernalia castrense la pudimos invertir en educación, salud, vivienda y otras infraestructuras esenciales. Cierto, aun con las ineficiencias y duplicidades de la inversión y el gasto públicos, el balance es a favor de la decisión de la Junta Fundadora de la Segunda República allá en 1948.
La verdadera sabiduría de la decisión, sin embargo, reside en otro lado. Costa Rica fue pionera en la historia al demostrarse a sí misma y al resto del mundo que un ejército no es un factor indispensable para la soberanía de un Estado nacional y que tampoco es obligatorio para la convivencia ordenada y pacífica. Tengamos en cuenta que somos una sociedad compleja de millones de personas y que hemos logrado mantener los equilibrios.
Hay, finalmente, otra razón para estar orgulloso de la abolición del ejército. Demostró que ante una gran crisis (una guerra civil en esa ocasión), la innovación social es una poderosa estrategia para inaugurar una era de progreso. ¿Bonita lección, no?
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El autor es sociólogo.