El fin de semana pasado Daniel Ortega se atornilló a la silla presidencial en Nicaragua. Dijo que no adelantará elecciones y que las protestas son una intentona golpista de la derecha. O sea, “no me voy ni me van”. Le pasó la pelota a la oposición, arrinconándola, y decidió escalar la represión.
¿Qué sigue? Una opción es que Ortega gane este pulso a sangre y fuego. Seguiría los pasos de Maduro en Venezuela, apostando por el cansancio de la gente, la falta de alternativas viables y el desinterés internacional. Todo, a cambio de vivir en emergencia permanente.
Ortega, sin embargo, puede perder ese pulso. Veo cuatro escenarios para su salida. (Dejo de lado el de una nueva guerra civil, pues no hay condiciones para ello). Un primer escenario es su derrocamiento por el Ejército, opción poco probable al día de hoy, pues Ortega lo tiene amarrado y alimentado con prebendas.
El segundo es una imparable sublevación popular. El problema es que el aparato represivo (militar, policial y paramilitar) está intacto, su gobierno aún conserva apoyo social, aunque minoritario, y apreciables recursos. Tendría que ser una protesta civil de tal magnitud que paralizara Nicaragua de arriba abajo. No estamos aún ahí.
Una tercera opción es una acción colectiva internacional (“cascos azules” de la ONU) o unilateral, estilo invasión de Panamá. No hay ambiente internacional para ello y la oposición no lo está pidiendo.
La salida ideal es una solución negociada. Ante la profundización de la crisis económica y el efecto de las sanciones internacionales, Ortega aceptaría que sus pretensiones dinásticas son inviables y que se reanude una transición política.
Esta opción es, por ahora, poco probable. Habría que darle a él y a su círculo garantías de que su capital, la mayoría en Nicaragua, no será expropiado. Asimismo, pediría inmunidad ante juicios para responder por la masacre. Y, como es astuto, Ortega sabe que nadie le puede dar esas garantías.
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Alguien siempre puede intentar medidas desesperadas para ahorrar trámites. Sin embargo, ello puede traer consecuencias imprevisibles para el futuro de Nicaragua y del Istmo.
En resumen, la bola de cristal no funciona: este es un momento confuso y peligroso. Creo que el gobierno de Costa Rica debe prepararse para administrar una crisis humanitaria prolongada, que estimulará la inmigración, y una crisis política con un gobierno pleitero y acorralado.
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