El futuro es una gran incógnita, tanto que por todos los medios buscamos conocerlo. Pero si pensamos bien, esta manera de verlo nos conduce irremediablemente a la idea de un destino predeterminado, como si la libertad o lo imprevisto no tuvieran cabida en nuestro universo.
La obsesión con el futuro nos viene porque también entendemos el pasado como algo fijo e inmutable, que pasó y de lo que no podíamos escapar. De cómo entendemos el pasado, así proyectamos lo que entendemos por futuro. Sin embargo, el pasado no es fácil de comprender, hay muchas variables en juego, al punto que lo acontecido se nos presenta también como sorpresivo. Porque el pasado no es un mero acontecimiento, sino el resultado de la interpretación de lo que sucedió en la mente de quienes lo vivieron y de quienes lo contemplan desde la lejanía.
Visto de esta manera y si hacemos la misma proyección de lo que significa el futuro, la sorpresa aumenta y la incapacidad de conocer se acrecienta. Si pensamos linealmente nuestra existencia, esta resulta chata y hasta superficial. La historia se vuelve un mecanismo que podemos controlar a nuestro antojo.
Se trataría de una especie de reloj primordial, casi esotérico, que está esperando al relojero experto que desentrañe los secretos de su funcionamiento. Tal vez el deseo de conocer el movimiento de los astros y encontrar cómo determinan las existencias individuales sea el origen remoto de la astrología. Pero si nos fijamos bien, conocer un mecanismo universal no implica comprender al individuo en sus opciones y pensamientos, que determinan el devenir de las relaciones humanas.
Comprender lo acontecido como infinidad de sucesos aleatorios que dan paso a otros en una sucesión temporal ayuda a incidir en la historia, no como meros espectadores, sino como recreadores de ella, es decir, nos capacita para interpretar en profundidad y criticidad una gran amalgama de relaciones y de imprevistos. Así, el pasado se nos vuelve un constante flujo de vidas que, con diferentes rostros y motivaciones, nos siguen interpelando para conocernos más. Entender así el pasado nos vuelve más sensibles al presente y menos ilusos con respecto al futuro.
Entonces, ¿tiene sentido hablar de una historiografía? Sí, lo tiene, puesto que esta ciencia busca determinar las causas de lo acontecido a través de los testimonios que han llegado hasta nosotros. Pero esta, como cualquier otra ciencia, tiene límites.
Cuando se llega a tocarlos, se abre el espacio para empezar una nueva forma de comprensión de la vida. Cualquier historiador sabe que la total objetividad en el descifrado de los documentos antiguos tiene un buen margen de equivocidad. Aquí, se encuentra el principio de falsabilidad, tan necesario actualmente para el concepto de ciencia.
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La razón es simple, los documentos testimoniales están determinados en su comprensión por la cultura que los produjo. A veces nos es difícil entender ese lenguaje que lo permea todo en cada época. Por eso, reconstruir el pasado es una tarea siempre en acto, nunca acabada.
Conforme surgen distintas perspectivas para hablar del pasado, se pasa de la probabilidad a la plausibilidad, y viceversa. Podemos decir que la historiografía es una ciencia multidialéctica, porque necesariamente es interdisciplinar. El diálogo, la objetividad y los matices de significado que cada disciplina ofrecen a la discusión son esenciales para rasgar el sentido de lo que otros construyeron con sus decisiones y acciones.
¿No es demasiado trabajo desentrañar el pasado, que de hecho no volverá, para preocuparnos hoy de este? No lo es, porque cuanto más conocemos el pasado, mayor es nuestra comprensión del ser humano en su integralidad. Para poner un ejemplo, la arqueología, una ciencia histórica, ha dejado de interpretar la realidad pasada solo según lo monumental para concentrarse en lo habitual.
Por eso, las grandes obras arquitectónicas no se entienden totalmente sin lo más esencial: los rastros de la vida humana, que se encuentran en la basura que desechamos. Parece extraño, pero la basura nos indica más del ser humano que las grandes y portentosas obras del poder. La basura nos habla de usos, costumbres, guerras, catástrofes, incendios, conflictos, religión…
Es un hecho innegable que la ciencia avanza, pero nunca llega a la total y satisfactoria interpretación de la realidad. Un descubrimiento como el de la basura del pasado nos hace preguntarnos sobre lo que significa la basura en nuestro presente. Nos habla de lo mismo, pero que sabemos interpretar mejor porque son objetos de uso normal.
Esto nos lleva a otra cuestión primordial, existe un elemento simbólico de todo acontecer, que es necesario encontrar para entender el pasado. No todo tiene la misma carga simbólica para la gente del pasado o del presente, pero eso no quiere decir que esta sea una dimensión ociosa para la historia. Al contrario, sin los símbolos y su significación no se avanza en la vida, ni se construye una existencia con sentido.
De ahí que estudiar la historia implica, de primera mano, la construcción del presente, pero de una manera más responsable. Comprender el pasado nos lanza siempre la pregunta sobre cómo reaccionamos y qué queremos construir. Cuál es la carga simbólica que inyectamos en nuestro actuar, porque siempre lo hacemos: qué resaltamos, qué consideramos importante, qué dejamos de lado.
En la basura podemos encontrar muchas respuestas con respecto al pasado: no es lo mismo un basurero en un palacio que en la tienda de un ágora, o en el hogar doméstico rural. No se encuentran los mismos artefactos en las grandes ciudades que en las pequeñas aldeas, pero, si existen en igual proporción, eso nos habla de sistemas de producción, organización social, tecnología y muchas otras cosas.
Para decirlo simplificadamente, reconstruir la historia es reconstruir un presente que ya pasó. De ahí su importancia filosófica y social y, ni que decir, política. Sin una seria revisión del pasado, nos volvemos acríticos de nosotros mismos y sujetos inertes ante los vaivenes de las ondas de la moda.
Esta forma de entender la historia nos habla de la importancia del presente como elemento sorpresivo y aleatorio para considerar el futuro. No se trata de simples probabilidades, sino de cómo las probabilidades de la reacción de las personas ante los hechos consumados por nuestras decisiones significan para crear nuevas realidades.
El futuro no es simple proyección de tendencias, es también improvisación y generación de relaciones imprevistas. El futuro no es conocible, sino en la medida en que vivimos el próximo minuto. Pero futuro puede ser sinónimo de esperanza y, de nuevo, volvemos al ámbito de la significación.
Lo que el tiempo es para nosotros es esencial para determinar su gestión. Si el tiempo es oro, buscaremos encontrar el oro; si el tiempo es ilusión, crearemos ilusiones; si es fantaciencia, solo pensaremos en la maravilla del avance tecnológico. Pero si es oportunidad de vida, buscaremos sembrar la solidaridad y el humanismo en lo que hacemos.
No se trata de conceptos románticos, sino de constataciones sobre el pasado, que explican nuestro actuar en el presente. Ya lo hemos podido percibir en muchas cosas: en las decisiones de gobernantes, en la manipulación de los potentes para incitar a la guerra, en las ideologías separadoras, pero también en la dedicación de los abuelos por forjar un futuro para su familia, en la renuncia a la propia vida para que otros tengan oportunidad de vivir mejor, en la pasión por defender la verdad o construir la justicia.
Hay muchas cosas en documentos escritos que nos ayudan a comprender el pasado, pero, paradójicamente, en la basura encontramos el testimonio de vida de personas anónimas, no tan famosas para aparecer en los registros oficiales, pero sí para determinar la vida de otros, muchas veces construyendo un bien que no vemos con facilidad.
Estamos en un período de pandemia, al final de un mandato presidencial y en los albores de una era en la cual la naturaleza expresa fenomenológicamente el abuso que cometimos contra ella. No es una era fácil, pero sí un tiempo para ver el pasado y buscar corregir nuestros yerros.
Se acabó el tiempo en el que vimos el progreso como el eje conductor de la evolución o superación humanas. Nos tenemos que desengañar de falsas expectativas, producidas por intereses muy concretos y que terminaron por producir una sociedad consumista, egoísta y fragmentada.
Todavía, empero, quedan rastros de esa manera de pensar en nuestras mentes y en las soluciones que se proponen para nuestros problemas en esta campaña política. Me da la impresión de que el futuro se sigue viendo solo en términos de riqueza y no en función de la calidad de vida de los pueblos.
Es triste que haya quienes quieren ir hacia atrás, en vez de ver hacia delante. Es cierto que mucha gente sufre las consecuencias de una crisis grandísima, pero no tenemos que olvidar que fueron nuestros propios intereses o los intereses de grupos concretos los que nos trajeron hasta aquí. Si esos intereses subsisten como condición «sine qua non» del desarrollo de nuestra nación, volveremos a repetir la historia de nuevo.
Si las soluciones son mezquinas, el futuro será mezquino. Si nos empeñamos en comprendernos mejor, en encontrar rutas alternativas que hagan de nosotros un pueblo más inventivo y creativo, si hacemos una opción por la humanidad y por el bien de quienes nos sucederán, podemos enmendar los errores aprendiendo de ellos y, así, ser capaces de mitigar, aunque sea un poco, el gran mal de todo tiempo: el egoísmo destructor. Ese logro sería un futuro maravilloso.
El autor es franciscano conventual.