Un esclarecedor artículo de la abogada Paola Gutiérrez, colaboradora de nuestras páginas de opinión, reitera y amplía la tesis esgrimida por el exdiputado Ottón Solís cuando tuvo enfrente uno de los exorbitantes presupuestos de la pasada administración.
El legislador proponía limitar la partida de anualidades porque no son un derecho adquirido, sino una expectativa de derecho, y su esencia misma dicta la obligación de asignarlas según méritos acreditados por una evaluación del desempeño.
Con menos presupuesto, razonaba el diputado, los jerarcas se verían obligados a asignar las anualidades con más cuidado y fidelidad a su propósito esencial. La reducción en ¢12.000 millones de la partida destinada a pagar anualidades, propuesta en el 2015, habría recortado en un 60 % los recursos destinados a ese fin. La relativa escasez de fondos habría obligado a escoger mejor a los beneficiarios, con el doble efecto de reducir el gasto y premiar el buen desempeño.
La iniciativa fue derrotada, como sucedió con una similar, planteada el año anterior. El temor a causarle enojo a la aristocracia burocrática es grande. Quizá por eso la reforma fiscal se cuida de dejar por fuera, en este aspecto, a los grupos más privilegiados, cuyos derechos están protegidos por convenciones colectivas. Esa élite anida en las instituciones autónomas, lejos de las limitaciones del gobierno central y, también, de las que pretende imponer el proyecto de ley sometido a estudio legislativo.
En este aspecto, el artículo de la abogada resulta especialmente esclarecedor. La limitación contemplada en la reforma fiscal no afectaría a las anualidades fijadas en las convenciones colectivas porque no las menciona específicamente. Esos instrumentos tienen fuerza de ley, pero las leyes son desplazadas por normas posteriores, de igual rango y especificidad, en todo lo que se contradigan. El argumento merece un análisis detenido de los diputados, incluida una invitación a nuestra colaboradora para comparecer ante ellos. De lo contrario, deberán explicar la injusticia de preservar, intencionalmente, los privilegios más ofensivos mientras limitan otros, menos exagerados.
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Desafortunadamente, nuestro titular “Once instituciones reparten ¢120.000 millones en anualidades intocables” es cierto. No hay marcha atrás en el pago de esa suma. Afortunadamente, nos equivocamos al decir que los porcentajes fijados en convenciones colectivas para gobernar beneficios futuros no pueden ser alterados.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.