Ningún costarricense debe perderse la filmación del baile celebrado por un grupo de manifestantes en el puente sobre el río Chirripó mientras los ciudadanos, de cualquier edad y condición, sudaban mares, atrapados en sus vehículos sin poder pasar. Había carne asada, música a todo volumen y la posibilidad de participar en improvisadas coreografías.
La celebración del ilícito ofende tanto como la indiferencia ante el sufrimiento ajeno, la deliberada intención de causarlo y la impunidad de sus perpetradores. A ambos lados del puente, los ciudadanos, transformados en rehenes, quedaron sumidos en la indefensión e impotencia, obligados a presenciar la burla. Es una humillación inaceptable para quienes pagan con impuestos la construcción de puentes y cancelan, puntualmente, salarios y privilegios de los bailarines.
Pero la indignación pronto cede ante el asombro. Los niveles de estupidez alcanzados por los manifestantes, de la mano de la arrogancia, son inimaginables. La fiesta del puente sobre el Chirripó resume y condensa la experiencia ciudadana de los últimos días. La defensa de los privilegios del sector más aventajado de la burocracia es cada vez menos popular, pero ejercerla mediante el cierre de vías suscita indignación y repudio. Bailar sobre esos sentimientos es una imbecilidad, aun de un movimiento incapaz de advertir la creciente grieta entre sus pretensiones y el sentir de los ciudadanos.
A nadie le gusta pagar impuestos y en eso hay un terreno común, presto a la explotación con fines políticos, pero a la protesta de estos días se le nota el afán de proteger intereses mucho más estrechos. Si, además, pretende hacerlo a costa del prójimo –a la sazón mayoría– nadie se asombre del repudio generalizado.
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El país está cansado y comienza a demostrarlo. Hay llamados a portar banderas blancas como señal de rechazo y algunos manifiestan su enojo con pancartas. Internet zumba con reproches para los manifestantes y la Policía se ha interpuesto entre ellos y los transeúntes para evitar confrontaciones. Más allá de esas reacciones circunstanciales, los sindicatos se han hecho daño a largo plazo.
Si algo bueno sale de la conmoción de los últimos días, probablemente sea el desprestigio de los métodos empleados. Ojalá las medidas de fuerza, como el cierre de vías, tengan los días contados. Quizá no falte mucho para que los ciudadanos lo exijan con la vehemencia necesaria para insuflar vida a la ley vigente.
Armando González es el director de ‘La Nación’ y editor general de Grupo Nación.