El título de la obra de José Figueres Ferrer se refiere al abuso y distorsión de expresiones empleadas para encapsular grandes ideas. Libertad, socialismo y democracia, mediante peripecias orwellianas, terminaron por significar lo opuesto. En la Costa Rica de nuestros días, el inventario de palabras gastadas aumenta. A tono con la época, los conceptos son más modestos, pero importa recuperarlos, cuando menos, para poner coto al daño.
En abstracto, son conceptos cargados de bondad, pero la distorsión conduce a concreciones peligrosamente descarriadas. En 1943, don Pepe visualizaba la perversión de gastar ideas maravillosas, como el sufragio. Presintió la dictadura de las urnas, ejercida sin frenos institucionales, a la usanza del chavismo nacido una década después de su muerte. Cuando el mundo apenas despertaba de la noche fascista y se aprestaba a lidiar con nuevos totalitarismos, Figueres oteó el potencial de las urnas para conducir a la dictadura.
Sufragio no es sinónimo de democracia, en el sentido menos gastado de la palabra. En la democracia importa menos la voluntad de la coyuntural mayoría que la protección permanente de las minorías. No es fácil explicárselo a quien maneja el crudo y gastado concepto del régimen democrático como mero ejercicio electoral.
Entre las palabras gastadas de hoy está “diálogo”, frecuentemente acompañada de elogios a quien sabe escuchar. El desgaste del término conduce a resultados tan lamentables como el abuso del concepto electoral. Fiel a la palabra gastada, el presidente se sentó a escuchar a dirigentes del grupo estudiantil empeñado en cerrar centros educativos y carreteras para expresar agravios absurdos en nombre de una pequeña minoría. Los recibió sin acreditar su representación ni examinar la seriedad de sus razones. Los jóvenes dialogaron y, al parecer, no escucharon porque, en el acto, declararon su intención de seguir en las mismas. Solo quedó claro, por suprema contradicción, que a ese tipo de diálogo se llega mediante la arbitrariedad y la fuerza.
Días después, cuando se les preguntó por los motivos para pedir la destitución del ministro de Educación, más bien le reconocieron buenas acciones, salvo el pecado de no haberlos escuchado. Pero Edgar Mora no tenía por qué escuchar fantasías de un grupúsculo manipulado sobre drones, baños y tramas para instituir la explotación laboral de menores. No hacía falta diálogo, sino explicaciones, que abundaron y no fueron escuchadas.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.