El excanciller Roberto Tovar Faja propone estudiar, con los demás países americanos, las modificaciones requeridas por el Pacto de San José “para proteger la cultura de cada uno”. En otras palabras, plantea la inédita tesis de los derechos humanos como objeto de definición cultural.
Es una gran noticia para países donde la ablación del clítoris se ha practicado por siglos para salvar a las mujeres del placer sexual. La iniciativa será recibida con idéntico gozo en naciones donde la mutilación está entre los castigos culturalmente aceptables, para no hablar de sociedades donde la tradición manda a mantener a la mujer subyugada. Quizá en países como el nuestro, donde el machismo no ha sido del todo erradicado, todavía haya oportunidad de recuperar el terreno perdido por la cultura ancestral.
Desafortunadamente, la idea exige mayor desarrollo conceptual. La noción generalizada es que los derechos humanos son consustanciales a la persona, un elemento esencial e inseparable de su dignidad. El Estado no los otorga, tan solo los respeta, y lo mismo puede decirse de la cultura y la sociedad.
Así ha sido a lo largo de los siglos, desde el primer esbozo del iusnaturalismo en la Grecia clásica. Trescientos años antes de Cristo, Zenón y los estoicos plantaron la semilla de un conjunto de derechos universales, indisolubles de la naturaleza humana, anteriores y superiores al derecho positivo y aun al derecho consuetudinario, construcción cultural por excelencia.
La tesis del excanciller deberá vencer milenios de tradición filosófica y desarrollo jurídico asentado en nuestros tribunales, cuyos jueces, imbuidos de los conceptos descritos, rehúsan permitir que las mayorías den forma a los derechos humanos mediante el referéndum y según los dictados de sus valores culturales.
No menos formidables serán los obstáculos interpuestos por la lógica. Si los derechos humanos dependieran de las características culturales de cada sociedad, ningún sentido tendría una declaración universal, como la de las Naciones Unidas. El esfuerzo de la diplomacia nacional se verá obligado a trascender los estrechos confines del continente para proponer la modificación de ese otro pacto, con pretensiones tanto más audaces por su ámbito de aplicación universal.
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Abanderada de la tesis de Tovar, Costa Rica se constituirá en vanguardia de un retroceso pocas veces intentado, quizá por temor a provocar la hilaridad de la comunidad internacional.
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Armando González es editor general del Grupo Nación y director de La Nación.